156 REPERTORIO AMERICANO Su esposa, con ese apego de las mujeres a la protección legal, le decía. Anda a la Agencia de Polecía. Moncho. Contáselo todo al Agente y ya verás que él te da la razón. pedile que detenga a ese hombre. que le ponga una multa.
caba de quicio a Antonio. Moncho era pequeño. Era afable. Era honrado. Era manso y humilde.
Hay hombres que son, sin proponérselo, el reproche viviente de otros. Que, sólo por el hecho de existir, se agitan ante los ojos de otros hombres como un trapo rojo frente a un toro. Por qué? Porque en las sinuosidades del alma hay fuerzas encontradas. Porque, en el fondo, nuestra maldad es una lucha constante.
No una determinación absoluta. así, Antonio, con el vaso de guaro en la mano, relatando historias sucias en la cantina del pueblo, se encontró un día, de pronto, frente a los ojos mansos de Moncho. El hombrecito limpio lo oía con asombro. Con un asombro tembloroso que se le asomaba a las pupilas. Antonio no le gustó aquello. Lo que le agradaba era pasear la mirada por un círculo de admiración. De rostros ansiosos y sumisos. Pero en la mirada de Moncho no había admiración. Ni sumisión. Ni entusiasmo. Había repulsión. Asco. Porque Moncho. desde el rincón honesto de su propio pecho, sentía subirle a la garganta algo amargo. Algo como un trago de veneno. Un trago que no le pasaba. No. él no le entraban aquellos cuentos de matón que contaba Antonio. Aquellas aventuras en que siempre figuraba una pobre mujer burlada o un pobre hombre abatido a puñetazos. Antonio empezó a darse cuenta de eso. Empezó a sentir, muy cerca de él, estorbándole, una presencia. Un efluvio diferente. Y, al comprender que aquello venía de una figurita enteca, débil, casi ridícula, Antonio se saturó de rabia. Esos dos hombres, opuestos el uno al otro en su contextura física, eran también antagónicos en su interior anímico.
Cada uno era una negación del otro. Pero lo que en Moncho era sólo horror, en Antonio se convertía en odio. Un odio acrecentado por su noción de superioridad. Por la certeza de su fuerza frente a la notoria debilidad del gusta lo que yo estaba diciendo insistió, en tono cortante, Antonio. Moncho guardó silencio. No era tonto.
Era de una sola calle. es verdad. Era sencillo. Tranquilo. Humilde. Pero sabía, instintivamente, distinguir a unos hombres de otros.
Sabía, por eso, que Antonio era malo y peligroso. Que era fuerte. sabía, también, que aquel matón lo había escogido ya a él. Que era inútil lo que dijera o lo que hiciera. en los ojos de Moncho la lucecita se transformó. Ya no era una luz de reproche. Era una luz de miedo. así, transformada, se iba a convertir en los ojos de Moncho en una luz permanente.
Antonio se levantó de su asiento. Se irguió, poderoso y brutal, frente al tímido hombrecillo. Por qué no me contesta. dijo.
arrogante. ante el obstinado y medroso silencio de Moncho. le arrojó a la cara el contenido de su vaso de licor.
Lo que siguió fué un espectáculo grotesco. Algo que tenía, a la vez, de trágico y de cómico. Moncho cegado por el alcohol, se tambaleaba, tropezando con los muebles. Antonio, mientras tanto, descargaba sus puños sobre aquel cuerpo débil y pequeño. Moncho no duró mucho tiempo en pie. Pronto quedó.
encogido y sangrante, sobre el suelo. Intervinieron los espectadores. Lo vas a matar, Antonio gritaron algunas voces Dejálo ya. Eso es para que aprenda a respetar a un hombre. dijo, al sentarse de nuevo en su sitio.
Seguidamente, pidió otro trago.
El pobre Moncho. sacado en brazos de unos cuantos seres caritativos, fué llevado a una casa vecina. De ahí, luego de lavarse, como pudo, su rostro macerado, se fué para su casa.
Esa noche Moncho no hizo planes, sentado al lado de su esposa y fumando su chircagre. No. No hizo planes, al menos, para agrandar su finquita. Hizo, en cambio, reflexiones. Tristes y profundas reflexiones. Por qué. se preguntaba ¿Por qué me pegó. Qué le estaba haciendo yo a ese hombre? todo comenzó al día siguiente. Una vida nueva para Moncho. Una vida que ya no corría, mansamente, al ritmo de la vida del pueblo. Una vida que ya no era, como antes, sólo trabajo, amor a la familia, ambición honesta de agrandar la finca. Una vida que estaba, ahora, regulada por la confusión. por algo más. Por algo peor. Por algo absoluto. Determinante. Por el miedo.
Todo comenzó cuando Moncho fué a darle parte al Agente de Policía. cuando éste decidió tomarle declaración a Antonio.
Claro está que, de todo aquello, no salió el castigo de Antonio. Sus amigotes de la cantina únicos testigos del hecho declararon todos en favor de él. Moncho. el bueno apacible Moncho era, según la declaración de aquellos borrachos, un hombrecillo irascible y pendenciero. había provocado e incluso agredido a Antonio, el cual no había hecho más que defenderse. No había nada que hacer, legalmente, contra Antonio. Eso fué lo que le dijo el Agente de Policía a Moncho.
Pero no paró ahí el asunto. Antonio, luego de manifestar que se iba a cobrar lo de la Agencia de Policía. se las compuso pata encontrarse con Moncho. Lo esperó en un Ingar solitario y, armado de una tahona. le cruzó la cara y el cuerpo a vergajazos. Otra vez hubo de rodar el pobre hombrecito por el suelo. Otra vez quedó su cuerpo, sangrante y adolorido. Otra vez hubo de afirmarse, más adentro del alma, aquella lucecita que le brillaba en los ojos. La lucecita del miedo. Mientras se retorcía de dolor, a los pies de su atacante. Moncho oyó que éste le decía. De ahora en adelante, quede entendido de que, en donde me lo encuentre a usted.
le volveré a pegar. De día, de noche, en la calle, en una cantina, en un baile, en donde sea. y seguiré rompiéndole la cara. siempre, cada vez que me lo encuentre. Moncho no oyó más. Porque se desmayó.
Lo recogieron, mucho rato después, unos hombres que acertaron a pasar por ahí. Antonio cumplió su palabra. Dos veces más. En dos sitios distintos. En ambas ocasiones Moncho. desesperado, trató de defenderse. Pero, como el pobre Moncho decía.
Antonio era más doble que él. Y, finalmente, fueron dos veces más en que aquel cuerpo endeble se aferró a la tierra. Se extendió sobre el suelo. quedó, exhausto y adolorido, a los pies del vencedor. Moncho. atormentado, se preguntaba después. Por qué no me mata del todo?
Pero no. Antonio no pensaba matarlo del todo.
En él se iba volviendo costumbre el maltratar a ese hombrecillo. Saturado siempre de alcohol, Antonio necesitaba expansión. Cauce. Salida para unas ideas violentas y extrañas que le anidaban en el alma. Necesitaba volcar sobre alguien un excedente salvaje que le bullía por dentro. había encontrado un recipiente ideal.
Un recipiente que debía conservar. aprovechar. Moncho se fué del pueblo. Sí. De su pueblo. Vendió la finquita. Dejó un poco del dinero a su mujer. se fué a Parrita. Lejos. la costa. trabajar. hacerse otro nido para llevar luego su compañera y sus retoños. olvidar. también. olvidar a Antonio. otro.
Danza negra (En Rep. Amer. Caralampio, el negro zambo de la costa de Bluefields, come cocos blancos, blancos, bebe chicha de maíz.
Antonio era el tipo clásico del matón. Del perdonavidas. Estaba acostumbrado a imponerse en todos los grupos. balazos. puñaladas. puñetazos y a puntapiés. Sin embargo, sentía especial preferencia por ejercitar su poder en contra de los que no podían devolver golpe por golpe. En el fondo, había en ese afán de maltratar algo de inseguridad propia. Algo como la noción instintiva de su propia cobardía. Algo que lo forzaba a mostrar, continuamente, pruebas de que era fuerte. de que era valiente, también. Por eso, para sus demostraciones, gustaba de escoger contrincantes con los cuales su sistema no pudiera fallar. Contrincantes como Moncho. Qué me ve usted, idiota? saltó.
de pronto, Antonio, dirigiéndose a Moncho. No le gusta lo que digo, que me hace cara seria?
Era la provocación. Ya Antonio había bebido lo suficiente. Estaba encalorizado. Había contado demasiados cuentos en ese pueblo.
Había que dar pruebas de su fuerza y de su valor. Había que buscar una víctima. Un tipo a propósito para recibir golpes. Moncho tenía toda la cara de ser apropiado para eso. Además, había una lucecita en los ojos de Moncho. Una lucecita que parecía de censura. Por eso, Antonio se decidió a dar un espectáculo brutal a los amigotes que bebían con él en la cantina esa noche. Yo no he dicho nada, señor. contestó humildemente Moncho. Lo estaba oyendo, nada más. Pues diga, entonces, si le gusta o no le Baila conga, baila rumba, fuma Esfinge y Chesterfield.
Toma ron de La Gallera y se alegra con el gin.
Cuando baila con las chicas suda y suda a más poder con el ritmo afro cubano que lo llena de placer.
Es un zambo casquivano este chico que es muy chic.
Caralampio es mi paisano con chistera y Chesterfield!
Yolanda CALIGARIS.
Managua, 27 de noviembre de 1949. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica