REPERTORIO AMERICANO 157 a olvidar su miedo. Sí. Esto, sobre todo. Porque en Moncho el miedo era ya algo que lo llenaba todo. Que corría por sus venas en lugar de sangre. Que saltaba en sus ojos, en aquella lucecita permanente. Que brotaba en sus palabras. Moncho no era ya un hombre.
Era un miedo. Todo él era un miedo que se movía. Un miedo que trabajaba. Un miedo que hablaba. Un miedo que vagaba por el mundo con figura humana. Despertaba Moncho a media noche, sudando. Se sentaba en su humilde lecho. Miraba, a su lado, a su esposa que dormía. ponía tenso el oído. Pasos. Oía pasos. Los pasos de su enemigo. Los pasos de Antonio que venía a pegarle, a romperle la cara, a arrastrarle por el suelo. Pero no. No eran pasos. Era su propio corazón que latía. Por eso se fué Moncho. Por eso vendió la finquita. Por eso se separó de su buena compañera. Por eso dejó a sus chacalines.
dia. Una sombra pequeñita y furtiva se plantó ante otra sombra grande. Moncho se le enfrentó a Antonio. Este, con su tahona en la mano, se lanzó sobre el hombrecito. Iba a cruzarle, una vez más, el rostro. Todo era igual a lo anterior. Todo iba a ser lo mismo, lo que aquel pueblo se sabía de memoria. Pero, esta vez, hubo una alteración. Sonó, de pronto, algo que, entre el sonido de los cohetes, parecía el de un cohete más débil. Moncho había disparado su revólver. Casi nadie lo advirtió. Ni el mismo Antonio pareció notarlo. Fué un solo tiro. Un tiro que no detuvo a Antonio. Este siguió corriendo, con el brazo levantado. Corriendo tras de Moncho.
Porque Moncho disparó y huyó. Lanzó lejos de sí el revólver que le parecía inútil. Corrió, empujando a los que se le ponían por delante. Antonio corrió tras él más de cien varas. Cuando rodó por el suelo todos pensaron que había tropezado con algo. Pero no se levantó más. Había tropezado solamente con la muerte. Tenía una bala en el corazón.
Costó mucho convencer a Moncho de lo que había hecho. Hubo que traerlo por la fuerza, entre varios vecinos a los que dirigía el Agente de Policía. Y, de nuevo en la plaza, lo pusieron frente al cadáver de Antonio. Moncho no lo podía creer. Clavó sus ojos en aquello. En aquel corpachón, en aquella musculatura, temible antes, y que ahora parecía inofensiva. En los ojos de Moncho brillaba la lucecita. La lucecita del miedo. Pero, poco a poco, se fué apagando. Poco a poco fué dando campo, otra vez, a la mirada sana y limpia del Moncho de antes. Del hombre que era igual a su pueblo. Que era tranquilo, sencillo, recto. De una sola calle. Y, de pronto, Moncho empezó a reír. reír como un loco. Pero no. Moncho no estaba loco. Estaba sólo contento. Estaba sólo tranquilo. No le importaba ya nada. Ni la cárcel que lo esperaba. Ni el Agente de policía que lo sujetaba por un brazo. Nada. Nada. Porque Moncho había matado al miedo.
Huaras. San Cristóbal.
Por Camino Sánchez.
Perú. 1939.
Había un turno en el pueblo. La plaza era un hervidero de voces, de colores, de estallidos de cohetes.
Antonio, el matón, rodeado, como siempre, por sus incondicionales admiradores, paseaba su brutal arrogancia por la plaza. De pronto, se detuvo y exclamo. Qué es lo que estoy viendo. Sí. No había duda. Ahí estaba Moncho.
Había venido al pueblo por última vez. Luego de muchos meses de lucha, allá en la costa, había podido abrirse camino. Venía a llevarse a su mujer y a sus hijos. Coincidió su llegada con la fiesta patronal en el pueblo.
Al ver a Antonio, Moncho trató de escurrirse. Antonio se dirigió hacia él. Lentamente, con determinación. Con aquella determinación horrible de siempre. Para cumplir, una vez más, su promesa de golpear y humillar aquel cuerpo débil y aquella alma tímida.
Esta vez Moncho huyó. Abiertamente.
Desesperadamente. Olvidada toda su dignidad.
Toda su hombría. Recordando sólo su miedo.
Corrió con los cabellos erizados. Salcándole el corazón dentro del pecho. Con los miembros temblorosos.
Antonio lo siguió. Un rato, nada más. Para verlo correr. para que los demás se rieran, también. Ya te agarraré, cobarde. le gritó al fugitivo. Moncho oyó aquella amenaza. Le vino en el viento. Envuelta en el agitado viento de su loca carrera.
Ya en su casa, se movió en silencio. Su esposa y sus hijos dormían. En la oscuridad sus manos actuaban con precisión. Revolvían su maleta. La que había traído de Parrita. Ahí tenía un revólver. Comprado allá, en la costa.
Comprado sin saber exactamente por qué y para qué. Comprado al impulso de un instinto.
Pero ahora sabía ya para qué lo había comprado. Para vivir. Para seguir viviendo. Para poderse mover como todos los hombres. Como todo el mundo. Para ir y venir. Para trabajar. Para poder querer mansamente a sus hijos. Para poder fumar su chircagre. por las noches, junto a su buena mujer, hablando de agrandar su finquita. Para ser un hombre corriente. Para no ser más una sombra fugitiva. Un conejo. Un infeliz. Un cuerpo débil que se retuerce, sangrando, en el suelo. Un muñeco. Y, pensando así, todavía le brillaba en los ojos, al pobre Moncho. la lucecita del miedo. Fué un rato después. En la plaza.
En medio del turno. Ante toda la gente.
Fué así como, entre los juegos de luz y sombra de los estallidos de los cohetes, brotó la trageEl monstruo Por Olga ACEVEDO (En Rep. Amer. Atención de la autora, en Santiago de Chile. Con estas palabras: Este Monstruo, ya se dará cuenta Ud, es el monstruo fascista, que se ha entronizado, parece, en nuestra pobre América del Sur. De pronto es un gran bosque de apresurados huéspedes, un espanto de hojas enloquecidas azotándose desgarradoramente entre las piedras.
Qué silbo de escondida serpiente hiende el aire dormido.
Qué reptar espantoso por los muros helados. ese pegajoso roce de mosca negra arañando, arañando, sobre una piel desnuda. Es ese el monstruo aquel de las setenta máscaras?
Oh grotesco y pesado pollerón de murciélagos, qué bien conozco su ojo horrible, qué bien oigo en la absorta noche de luna llena la inconfundible voz de su campana a muerto.
Con ese cucurucho fantasmal y esa abundante boca de traiciones y látigos, y ese paso de ganso, y el rabioso gemido de condenado a muerte.
Es por oscuros sótanos nadando entre aguas ciegas, empeñado en la absurda y exasperada angustia de alcanzar esa rama, ay, esa precisa rama.
Qué pesdumbre ahoga su senectud odiosa.
Qué olor a azufre exhala desde su abismo negro.
Por ahí va. Salid a verlo. Ya no esconde la cara. veces por entre criptas palaciegas atisba. Trepa, resbala, cae.
Se azota entre los muros, llorando como un caimán junto a los poderosos. ni ve cómo se cuelgan de su pollera bedionda las sanguijuelas y los tábanos, los letreros ridículos, y los innobles títulos. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica