REPERTORIO AMMRICANO 339 Cuentos de Juan Pirulero Maragato Colaboración de Ermilo ABREU GOMEZ Vivirán tus muertos. Mis cadáveres se levantarán. Isaías, XXVI, 19.
El pueblo de Maragato, con ser pequeño pre que éstos llenaran dos requisitos: priy de escasos habitantes, tenía fama de ri. mero que no se entendieran y segundo que co, de próspero y de tranquilo. Propios y no rozaran, ni por casualidad, nada terreno extraños se hacían lenguas del oro que, a ni humano.
manos llenas, corría por ahí y del boato De política nadie hablaba ni menos en: de sus fiestas y jaranas. El caserío estaba tendía jota. Los de arriba porque de ella entre dos cerros de pequeña altura, con vivían y los de abajo porque de ella mounos cipreses en la punta. Sus tierras te rían. Los miserables nunca pensaron que nían labrantíos y en sus prados pastorea sus penas podían venir de aquellos perso ban animales. Los habitantes eran indios, najes, casi míticos. Si no los tenían por mestizos y blancos, en proporción disparesantos era sólo porque los veían sin aureoja. Había negros, pero éstos eran tenidos la; y si no los tenían por diablos era por tan en nada que los contaban junto con las que, al menos en público, no gastaban cuerbestias. Algunos estaban marcados en las nos, a no ser que fueran casados. Lo más ancas. No se veían mal. Abundaban los inque pensaban acerca de ellos era que se dios, entregados a prácticas idolátricas, seeran unas pobres víctimas del destino que gún unos, y a prácticas sodomitas, según les había endilgado cargas tan negras como otros. Los mestizos ocupaban un punto in velar por la seguridad de la cárcel y la altermedio en aquel amasijo. Los blancos eran tura de la horca, donde solían morir, conmás bien pocos y se las daban de aristótritos, unos calzonudos, sin suerte ni pacratas, hablaban de sus pergaminos y no se drinos.
les caía del hocico eso de que su sangre Así hubiera vivido, por siglos de siglos, era de un azul tirando a verde. Los que, en dichoso sueño, el pueblo de Maragato, por milagro de Dios, eran buenos y humilsi no acontece lo que aconteció una vez, des, vegetaban en cuchitriles o bien emital como se cuenta en seguidita, con sus graban a tierras lejanas para librarse de pelos y señales y sin quitar punto ni coma.
aquel ambiente. Los indios y los mestizos Pues sucedió que una tarde, como otras. dedicados al trabajo eran, naturalmente, muchas tardes, cuando daba la Oración, el pobres. Iban descalzos y se cubrían con recura don Bonifacio Gutiérrez y Urbaneta, tazos. Los blancos, entregados a la ociosipárroco del lugar, pasó por la garita del Ardad, eran ricos. Andaban en coche y vesco de Dragones, donde los arrieros que entían ternos de lujo. Para matar el tiempo traban y salían del pueblo cubrían sus gacazaban o rezaban. Para ellos era lo misbelas. En el momento en que pasaba don mo. Los indios vivían, desde antes, en el Bonifacio, muy quitado de la pena y concampo. Trabajaban de sol a sol y casi sólo tando las cuentas del rosario, oculto en la por la comida (un puño de maíz y una brizbolsa de la sotana, oyó un ruidero y hasna de sal) en tierras que no eran suyas.
ta algunos ayes que no eran de alegría. El En cuanto sus hembras parían dejaban de buen hombre detuvo el paso para ver lo pertenecerles porque los señores las tomaque era aquello; y vió que los encargados ban como nodrizas de sus hijos blancos.
de cobrar las gabelas, daban una paliza, de Los mestizos, en las afueras del pueblo, padre y señor mío, a unos arrieros, sin hacían tareas de asalariados, en talleres de atender a las protestas ni a las súplicas de artefactos que pertenecían también a otras éstos. Para eso eran verdugos, tenían mapersonas. Ni con mucho sudor salían de nos y autoridad. Don Bonifacio se acercó deudas. Los blancos, dueños del caserío, más para inquirir la causa de semejante vivían, sin más cuidado, que el de acrecenestropicio. Entre los gritos de los unos, las tar sus pitanzas.
lamentaciones de los otros, las imprecacioPor lo que toca a la cultura, la cosa no nes de todos y la algazara de los curiosos andaba mal. Entre los pobres nadie sabía que, por momentos, se arrimaban a la fiesleer y ni falta que les hacía porque nada ta, supo que los tales arrieros se resistían tenían que leer. Entre los ricos la cosa era a pagar una nueva gabela. Los guardianes distinta. Los varoncitos, muy prendiditos, de! Fisco alegaban, a su vez, que les asisasistían al único colegio que había en la tía derecho para cobrarla porque la ley es localidad, dirigido por un dómine tenido la ley y más si está escrita y puesta en lepor sabio porque en las reuniones hablaba tras de molde, pegada, con escudo y todo, con enclíticos y porque ningún ruido le en la pared. Los arrieros aducían que naperturbaba, tan grande era su ensimismadie, antes, nada les había dicho y que eso miento! Aquellos niños estudiaban lenguas de que la ley estuviera ahí, de poco valía momias, prehistoria y metafísica. Salían de pues como no sabían leer mal podían leerla.
las aulas espetados doctores de toga y clá Los aduaneros argüían que aquella ignomide y se ponían a discutir si Teocrito pla rancia no servía de excusa ni de pretexto gió el segundo verso de su primera elegía para no cumplirla. Nuevamente los arrieo si el gerundio existió en la época de Lu ros defendían lo suyo, alegando, además, cano o si caben o no caben tres ángeles que la dicha gabela era excesiva, a lo cual en la punta de un alfiler o si la existencia los aduaneros replicaban que nada tenían fué o no fué, de veras y sin trampa, ante. que ver con tal cosa, pues ellos sólo eran rior a la esencia. Los más diestros, cuan oficiantes. Como los tipos no se ponían do se hacían bigotudos, hasta llegaban a de acuerdo en el pique, los unos recurriecomponer libros sobre sutilezas. Con ellos ron a la resistencia y los otros a la fuerza ganaban fama y prebendas. El Alcalde del que cada cual echa mano de lo que tiene lugar, que era un lince de siete suelas. y así, descomponiéndose, se habían traconcedía premios a los mejores libros siem bado en verdadera batalla. Pero como en estas cosas no es la razón la que vence si.
no la brutalidad, al cabo de un rato, los agentes tenían decomisadas las mercancías objeto de la pendencia o sea unas garrafas de ron, y acogotados y maltrechos a los remisos. Estos yacían en el suelo de la ga.
rita, cubiertos de cardenales y acusados de contrabandistas, deslenguados y agresores, delitos bastantes para llevarlos a la horca si así se le antojaba al juez que conociera del proceso.
Aunque los unos se sentían vencedores y los otros derrotados, los curiosos, en vista del espectáculo, se reían de buena gana y azuzaban a todos para que nadie dejara burlado su derecho. Don Bonifacio, en su inocencia, pensó que debía intervenir en aquel negocio. como lo pensó lo hizo. In tervino por si podía reparar en algo el mal ocasionado. Por lo pronto dió consejos y buenas razones. Al principio los aduaneros se hicieron los sordos y los arrieros se mostraron desconfiados. Los primeros ng abrían la boca sino para refunfuñar y los segundos sólo para quejarse. Pero en esto, porque un esbirro dió un traspié y cayó al piso y los arrieros, sin poderse contener, se mofaron del hecho, sobrevino otra discusión y con ella los ánimos se agriaron más y salieron a relucir las armas y los dientes. Entonces el que hacía de jefe de aduaneros, un tal Malafacha, se encaró con don Bonifacio y lo llamó entrometido y oficioso y le advirtió, poniéndole el hocico sobre la nariz, que en aquel asunto no tocaba pito ni cazo y que, por lo tanto, le aconsejaba que, sin más palabras, diera media vuelta y se retirara del lugar. Don Bonifacio le respondió que, como ciudadano de una república libre, como era aquélla en que vivía, sí le importaba lo sucedido. sin dar tiempo a la réplica del sujeto, añadió que protestaba por la arbitrariedad y el atropello de que habían sido víctimas aquellos hombres. Ante tamaña acusación el aduanero se descompuso y alegó que, si tenía queja, la presentara an.
te quien correspondía y no ante él; y que no le explicaba más porque no daba la gana. Don Bonifacio replicó que él, aunque cura de pueblo, sabía leer y escribir, amén de otras cosas y que bien conocía el camino de su derecho para reclamar justicia para unos y castigo para otros. La cosa, en ese momento, se agravó porque acertaron a pasar por ahí unos carros llenos de mercancías, ante los cuales los aduaneros se hicieron los suecos y ni siquiera los vieron, como si estuvieran vacíos o fueran invisibles. Don Bonifacio ante tal irregu.
laridad protesto de nuevo, pero el Malafacha le respondió que eso era cosa de su in.
cumbencia y de nadie más; que él sabía lo que hacía y que, para hablar con franqueza, como él acostumbraba hacerlo, pues no tenía pelos en la lengua, la cosa era distinta porque alguna garantía habían de tener los partidarios del Alcalde y alguna pena sus enemigos. El cura le atajó advir.
tiéndole que el asunto así planteado era más sucio y más inmoral y que menos había de tolerarlo. El aduanero, por toda respuesta, le dió un moquete y ordenó a sus secuaces que aprehendieran al insolente.
El enredo que se armó fué tremendo.
Todo fué confusión y revuelo, pitos y maldiciones, culatazos y golpes, silbidos y be.
fas. poco los arrieros y las garrafas y el cura fueron puestos entre filas y conducidos a la Alcaldía. El camino, aunque cor.
to, se hizo largo por la continua resisten.
cia de los presos. Los fuetazos que recibie Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica