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6 REPERTORIO AMERICANO cos civiles que desempeñan el oficio de co.
rresponsales de guerra. Con el tiempo los viciosos de la telivisión podrán contemplar de entre las paredes de su feliz hogar la destrucción en masa de ejércitos, de ciu dades enteras volatilizadas en pocos segundos por los representantes de los más altos peldaños de una civilización que se agota, en sus esfuerzos hacia el mal.
Ni se ha enumerado todo el escalafón de los vicios ultramodernos: existe el del au.
tomóvil, caso extraño de una invención uti lísima, que para algunos representantes de la elevada civilización del transporte rá.
pido, ha venido a convertirse en una cos: tumbre viciosa, tan viciosa que muchos amantes del ejercicio continuo de la trac ción no poseen un solo automóvil, ni dos, ni tres, sino colecciones de esos aparatos, siendo así que no tienen más que un cuerpo para transportar, y que a pesar del volumen de su total contextura no es posible colocarla de una vez en dos o tres elegantes y poderosos vehículos. todas estas costumbres imperativas se une tiránicamente el cinematógrafo que una vez convertido en vicio domina por completo la psicología de sus víctimas. De este arte, bajo cuyos auspicios se ha formado la necesidad indomable de contemplar el movimiento en sus diversas formas, puede decirse que habría progresado con mayor dignidad y en líneas de más delicado y más exaltante sentido humano, si se hubieran seguido en su explotación tendencias menos influídas por la debilidad del hombre ante las apariencias de la movilidad meramente exterior de este atro.
pellado personaje que parece haber concen trado toda su inteligencia en el empeño prevaleciente de andar mucho y de prisa.
El seis de Septiembre Carta de Luis NIETO CABALLERO al Presidente Urdaneta Arbeláez. Envío del autor. En Rep. Amer. Excelentísimo señor doctor Roberto Urdaneta Arbeláez, Encargado de la Presidencia de la República.
Señor Presidente: No al amigo de medio siglo, sino al magistrado a quien primordialmente incumbe velar por la vida, la honra y los bienes de sus conciudadanos, escribo estos renglones.
Los escribo en un momento de depresión, de infinita tristeza, causados por la despedida a los jefes liberales, a quienes la permanencia entre nosotros se les hizo imposible, arruinados por el criminal ataque a sus propiedades y con la vida en peligro por la constante incitación de los perversos a eliminarlos. Cómo es de amargo que en esta hora de Colombia, después de tantos gobiernos democráticos y libres, se vean obligados a expatriarse hombres de la calidad de Alfonso López, de Eduardo Santos, de Carlos Lleras Restrepo, honor de la Nación y honor de América.
mientras el falangismo voraz y atrabiliario.
con órganos de publicidad que avergüenzan de la especie humana, siguen extendiendo sustentáculos para asfixiar la libertad y acabar con la dignidad que nos queda.
No es usted el mismo colombiano que supo erguirse ante los envidiosos y ante los procaces que entraron a saco en esa su vida honesta y pulcra, dedicada en mucha parte al servicio de Colombia. como dijo usted en su exposición del 13 de septiembre. Ese servicio de Colombia, prestado durante diez y seis años, sin un sólo día de descanso, durante las administraciones liberales, le valió los mayores vejámenes en las columnas del diario en que tiene puestas ahora todas sus complacencias. No solamente lo habían querido vituperar los de la misma pinta, en época anterior, por sus negocios, sino que en la nueva etapa lo consideraron traidor, vendido, indigno de toda indignidad. expresión la última que quedó como estrellándose contra los muros del Senado.
Fuimos los liberales sus defensores. Fueron El Tiempo y El Espectador, diarios incendiados el de septiembre en el crimen oficial más descarado que registran nuestros anales, los que usted ocupó con sus discursos, con sus descargos y los que combatieron en defensa de su nombre y de su pulcritud, contra la saña de los mastines de El Siglo que los despedazaban. Ni es usted la primera figura del partido conservador para quien hubo ese amparo. Largo es el desfile de Presidentes de la República, de Ministros del Despacho, de diplomáticos, de escritores de jerarcas de la Iglesia, maltratados por la saña, por la sordidez de esos evenenados a quienes se recogió, en los periódicos ahora sometidos a las llamas, con la misma bondad con que en las propias tiendas se van reco giendo los heridos mientras se desarrolla el combate.
Pero, le dije atrás, señor Presidente, que no era usted el mismo colombiano de aquellos días remotos. Su manera de obrar, su manera de pensar, su manera de expresarse, parecen prolongaciones de El Siglo. Para poder comprender ese tono, esos argumentos, esas citas del futbol y del cinematógrafo, rematadas con amenazas, a fin de que los que sufrieron cuantiosas pérdidas con los incendios sepan que con una ley especial se les pueden confiscar las ruinas, me he puesto a imaginar que, a semejanza del Presidente de los EE. UU. usted tiene su ghost writer, su escritor fantasma, que redacta, solo o en compañía, lo que usted, señor Presidente, lee después un poco como alucinado. Para algo llevó a su lado a Francisco Plata Bermúdez, Jaime Uribe Holguín y Guillermo Camache Montoya, tres cronistas de El Siglo, cuya contribución, en sentimientos y en palabras, podría señalarse, casi sin peligro de errar, en esas páginas indignas de usted y de Colombia.
Al análisis, señor Presidente, del crimen que en la exposición que usted leyó apareció acertadamente calificado de ominoso, le faltaron indispensables retoques. Conviene destacar para la historia el carácter de premeditado y de oficial que tuvo. No se prepara el entierro espectacular de cinco agentes de la Policía, asesinados en lejano municipio en forma condenable por todo hombre de bien, pero de cuya muerte no había nadie responsable en la capital de la República, sin meditar las consecuencias. El desfile de sus colegas ante los cadáveres desfigurados por los asesinos o por los portadores; la invitación por carte de las altas autoridades, empezando por la suya, señor Presidente; el previo consumo de alcohol que hicieron varios de los que habían de ir hasta el cementerio, pues se llegó a ver en la Plaza de San Agustín un camión repleto de mujeres desgreñadas, vociferantes, en repugnante estado de embriaguez y de torpeza; el paso por las calles más centrales de la ciudad de esa procesión, acompañada por sujetos que lanzaban los gritos más soeces contra los jefes y contra los periódicos del liberalismo; los discursos encendidos, provocadores, en el cementerio, y todo en una atmósfera caldeada por el diario que ha hecho una especialidad de la calumnia y del escándalo, algo más, de las teorías más aberrantes y criminales, calificadas de paganas por el catolicismo en artículo magnífico que los censores no dejaron reproducir en los diarios liberales; todo esto le indicaba al más lerdo que sucesos muy graves habrían de producirse en la ciudad tan pronto como las gentes regresaran de los funerales.
Cuando en años pasados fue asesinado por agentes de la policía, al pie de la estatua de!
General San Martín, y en compañía de varios amigos suyos, don Vicente Echandía, hermano de un ex presidente ejemplar de la República, que en ese momento iba con él y ha podido ser víctima de los poseídos por el furor homicida, yo fui comisionado para ir, con el doctor Alejandro Bernate y el exComandante Francisco Calderón, a solicitar del Ministro de Guerra el permiso para celebrar las exequias. El titular en esa época, general Sánchez Amaya, nos dijo: Comprendo muy bien el deseo de ustedes de rendir los mayores honores al hermano de su jefe.
No en la Veracruz sino en la Catedral debiera ser el entierro. Pero mi deber principal se relaciona con el orden público. En el estado en que se encuentran los ánimos, un desfile por el centro de la ciudad es sumamente peligroso. Deploro no poderlos complacer pero en forma rotunda debo negar el permiso.
Usted, señor Presidente, en circunstancias mucho más graves, se ausentó de la ciudad como se ausentaron el Ministro de Gobierno, el de Guerra y el Comandante General de las Fuerzas Militares, según declaración hecha por usted ante el país entero, sin sospechar, no obstante los gritos, el alcohol y el specto patibulario de los exaltados, que del camposanto, que invita a la serenidad y a la reflexión, pudiera surgir el desenfreno. En el New York Times, donde apareció publicada como remitida esa doliente hoja suya, apareció también, el 11 de septiembre, en cclumnas editoriales, un comentario a los hechos acaecidos el sábado anterior, con esta reflexión acerca de las consecuencias que irían a tener los funerales: To have courted this sort of outburst in a situation as tense and explosive as Bogota today showed either a remarkable lack of responsibility or a determination to cause trouble. dicho en español: Haber acariciado esa especie de explosión en una situación tan tirante y explosiva como la actual, era mostrar una notoria carencia de responsabilidad o el propósito de causar disturbios.
En todos los países de América y en algunos de Europa los comentarios fueron iguales o más fuertes. He visto periódicos de Venezuela, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Guatemala, El Salvador, México, los Estados Unidos y Francia, con artículos, en algunos, de hombres muy importantes, antiguos embajadores de Colombia entre ellos. Es inocente y es malicioso atribuirlos a propaganda colombiana. Los agentes de periódicos y de agencias de noticias del exterior, que de aquí comunican a sus mandantes todo lo que les parece interesante de cuanto sucede, debieron moverse con actividad inexplicable. los agentes diplomáticos comunicaron sin duda alguna a sus gobiernos lo que les pareció escandaloso. Es muy posible que el ciudadano de los Estados Unidos a quien vieron filmando desde el Hotel Granada las escenas espeluznantes del incendio de El Tiempo y el que hizo lo mismo desde el Hotel San Francisco respecto de El Espectador, lograran enviar las películas a sus respectivas sedes, en forma tal que en centenares de cinematógrafos del exterior se le ha debido estar mostrando al público lo que no dejará duda acerca de la intervención de agentes de policía y de empleados de las obras peblicas y del Municipio en esa zambra dantesca.
En el pequeño grupo que vociferaba frente a El Tiempo en el que figuraban algunos detectives al lado de los empleados, azuzados en determinados momentos por individuos que desempeñan cargos en la Oficina de Propaganda que funciona en el propio palacio presidencial, había sujetos de los que con su simple presencia causan espanto. Nadie ha dicho, y afirmarlo es señalar a la más cruel de las venganzas a aquél a quien se le atribuya el concepto, que el ejército y la policía son criminales. Lo que se ha dicho y se ha probado repetidas veces, dando nombres propios y pidiendo en vano justicia contra sus atropellos, es que hay criminales en las fuerzas armadas, individuos responsables de haber asesinado inocentes, de haber lanzado prisioneros a la muerte desde aviones en vuelo, de haber torturado, mutilado, arruinado, violado, fusilado, a gentes campesinas, o de haberles incendiado sus ranchos, matado o robado sus ganados, arrasado sus cosechas.
Hay bandidos, los ha ha habido y los habrá, en todos los tiempos y en todos los paises, responsables de crímenes espeluznantes. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica