Workers Movement

190 REPERTORIO AMERICANO El cordero degollado Colaboración de Víctor ALBA Iba en un carro que avanzaba lentamente, al paso piafante de toda la caravana, arrastrados por la vida diaria, ruidosa y lenta, El carretero era un viejo jardinero de las afueras de la ciudad, y con él llevaba a su nuera, a un niño de pecho que dormía todo el rato, a los padres de Javier, a éste y a un perro lobo. Dónde habría encontrado aquel carro, el padre de Javier?
Mira, madre, por fin vamos en nuestro barco de la Buena Suerte.
La caja del carro tenía sin duda el movimiento de vaivén de una barca, pero la mujer se preguntó qué podía haber en lo demás para sugerir al niño aquella idea. El Barco de la Buena Suerte! Había sido el tema de todas sus charlas, durante muchos meses y ahora, desde que comenzó la guerra, no pasaban atardecer alguno sin hablar de él, cuando estaban a solas. sen.
tados detrás del balcón, mirando el paisaje de tejados pardos, esperando que sonasen las sirenas. Buena suerte, dejarlo todo atrás. Si por lo menos fuera para ir a alguna parte!
Indiferente a lo que pensara su madre, Javier se sentía marinero en el barco de la Buena Suerte y no le desagradaba que el viejo jardinero, fuese el capitán, el timonel, con las mugrientas riendas de cuerda en la mano, guiando al rocín de orejas gachas y que parecía avanzar encogiéndose de hombros, cual si para él no rigiese el instinto de conservación algún nombre hay que darle al cual obedecían todos aquellos millares y millares de personas, de autos, de caballos, de bicicletas. hasta incluso los aviones que de vez en vez caían como una línea desde lo alto y dejaban un reguero de gritos y estampidos entre la multitud inmovilizada por un instante, incapaz, en la densidad del número, de echarse a la cune.
ta para resguardarse.
Desde hacía horas tenía delante el camión verde con la capota echada, por la cual asomaba un somier y la cabeza rubia de una mujer. Un poco más allá, un triciclo de esos con un carretón delante, que ahora, en vez de repartir pan o leche, llevaba un par de maletas y una anciana acurrucada debajo de su cofia de randas negras. El sudor volvía gris la espalda de la camisa del muchacho que pedaleaba sin volver la cabeza, obsesionado por la mancha polvorienta de un recodo de la carretera, allá muy lejos y muy arriba. ese diminuto auto de dos plazas que arrastraba, atado al neumático de recambio, un carretón de dos ruedas lleno de cachiva.
ches. una muchacha a caballo, sentada casi sobre los muslos del jinete, sonriendo al ver a la gente desde tan arriba. La muchacha se había quitado los zapatos, que pendían del arzón, y tenía los pies hinchados, deformes, con las medias pegadas a la piel a trechos cubiertas de una negruzca costra.
Javier bajaba de vez en cuando, sin que nadie le dijera nada. Deslizábase por entre el carro y ese asnillo con alforjas atestadas que iba al lado, echaba una ojeada al caballo tenía un costurón en el vientre, una raya curva rojiza, sin pelo y se perdía, reaparecía, corría atrás y adelante, como un gozquecillo a los ojos de su madre, como un nadador heroico a sus propios ojos, un nadador que se sumergiera en el río inmóvil.
Javier no veía el pavor más que en la libertad con que le permitían ir suelto, pero no acababa de comprenderlo. Los aviones uno o dos, muy rápidos. le dejaban un momento con el aliento retenido, a punto de estallar el pecho. tantas charlas de la escuela hechas realidad en aquel momento en que el único ruido venía de lo alto, cua!
si fuese el jadeo de un dios sin cataclismos!
Pero, en fin de cuentas, Javier se sentía libre, y el miedo y la distracción de su madre, y los sustos se le aparecían confusamente como el precio de esa libertad.
Vuelve a subir al carro. Te llevaré en un barco, muy lejos, y allí no tendrás que ir a la compra. le de.
cía a su madre, muchas veces. Ahora iban en el barco. Poco importaba que no lo pilotase él. En eso no paraba cuenta. Pero en lo que sí se fijó, fugazmente, fué en que su madre no le picó los dedos cuando delante de ella, sin pensarlo, se mordió las uñas y se hizo sangre arrancándose una pelleja con los dientes. no oía su voz. Javier. ba.
lanceándose en el aire como una campanilla cascada por el enojo.
Realmente, era el barco de la Buena Suerte.
Al atardecer va aclarándose el camino.
Muchos fugitivos se meten en las casas de campo, otros asaltan las posadas de los pue.
blos o bien siguen carreteras laterales, para escapar de los aviones.
En un cruce, la caravana se bifurca para reunirse luego, dejando en medio, como un islote, un auto destrozado, incendiado. Toda la carretera está llena de restos carbonizados y en el campo cercano se ven unos hoyos con la tierra todavía fresca, rojiza. Bombas dice la gente al pasar.
Más allá, un grupo de soldados panzudos, con calva o con lentes cavan lentamente, abriendo zanjas al pie de una ladera.
La gente los mira y ellos contemplan a la gente con ese gesto pesado del que trabaja a la fuerza. Ellos no huyen? se pregunta Javier. les tiene lástima, como al salir de la escuela, por la tarde, tenía lástima a los compañeros que se quedaban castigados a copiar cien veces la frase Mañana estudiaré la lección. con lo cual ya se creían excusados de estudiarla.
Bien había oído hablar de huida, de ene.
migo, de bombardeos. palabras, para él.
Pero aquellos hombres atados al pico como a una ancla clavada en tierra, mientras los demás huían, hicieron nacer en su fantasía una luz nueva, gris y mate. No, el barco de la Buena Suerte no era para ellos. Por qué?
Ahora ya se veía bien el campo, a ambos lados de la carretera. Lejos, la línea rojiza de un canal en el que el sol reflejaba su cabellera taheña, antes de acostarse. Luego, para acá, unas casas blancas, unos almendros fláccidos, con las ramas cargadas, caídas, como rendidas por el peso. al otro lado a la orilla izquierda, un cerro coronado por unos cuantos árboles, harapos de vegetación erguidos súbitamente por un pa.
vor contagiado, implorando no se sabía si a Dios o a los aviones.
Después del recodo, un pueblo: arcilla, tejas rojas, campanario de piedra y el puente sobre un inesperado precipicio.
La gente se desparramó por las cinco o seis calles, llamó a las puertas cerradas los lugareños se habían cobijado en sus casas, quizás por miedo a verse arrastrados por el terror, quizás pensando en la artesa y el granero.
El barco de la Buena Suerte se detuvo en una plazuela, delante de un ancho porta!
con poyo de piedra alrededor de una acacia.
Otras acacias temblaban de sorpresa, ensordecidas por los gritos.
El padre de Javier saltó a tierra, a parlamentar con los dueños de la casa. Esta se hallaba algo apartada del pueblo y gracias a esto ellos habían sido los primeros en des cubrirlas. La puerta se entreabrió y por entre las dos batientes que gruñían apareció la cabeza rubicunda de un jayán con blusa negra.
Eso lo vio Javier desde debajo del carro, donde estaba desatando al perro. Este escapó, impaciente por sentirse libre de la cuer.
da, y se metió por la puerta entornada.
En el zaguán había un largo abrevadero y Boby el perro hundió el morro en el agua. Vaya perrazo. Parece un pura razaadmiró el labriego. Sí. Tiene catorce meses. Ahora está cansado.
Gracias a Bobi y a su cansancio, la puerta se abrió del todo para los fugitivos.
Historia social Estoy preparando, para una editorial francesa, una Historia del Movimiento Obrero en la América Latina. Como la bibliografía sobre el tema es escasa y difícil de localizar, agradeceré a los autores de libros, folletos y artículos sobre el movimiento obrero en los distintos paises, conflictos, dirigentes, huelgas, par.
tidos, ideología, sindicatos, etc. que me envien sus obras o recortes o la indicación de donde pueden encontrarse. Mu.
chas gracias.
Habían ido a pasar el final de la tarde en una era cercana. Después del bullicio apresurado de la jornada, ahora todo estaba si.
lencioso.
Junto a la era un hórreo con los muros cubiertos de uvayema y más allá un aula.
gar del cual la brisa traía a bocanadas el humo invisible de su blando aroma.
Cuando trajeron el cordero que debía matarse para dar de cenar a todos, cerca de Javier una madre agavilló a su pequeño con gesto de cariñoso fastidio. Las mujeres ya no tenían esa sonrisa forzada de las despedidas, con la cual, durante la huida, habían intentado animarse, sino que, por un rato, se permitían imaginar haber llegado.
La mujer narraba, en medio del grupo, Víctor Alba Lancaster México D. México Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica