REPERTORIO AMERICANO 341 cido de los serenos. Todo era quietud de pueblo.
Antes del amanecer, don Bonifacio se desperto. Se incorporó y fué a la cocina.
Allí, en el apaste, se lavó las manos y la cara. Abrió la ventana que daba al patio y respir el aire tibio y húmedo. En el cielo empezaban a palidecer los luceros. Don Bonifacio prendió la lumbre y recalentó la tisana. Le echó un chorrito de moscatel y ¡hasta verte Jesús mío! Al terminarla gui.
ñó los ojos y pensó: Cosas de la vieja. se estremeció por el frío. Luego se dirigió a su mesa de trabajo, puesta allí en un rincón, bajo un nicho, donde ardía un pabilo. Se caló las gafas: sacó papel, hume.
deció la pluma en el tintero y se puso a escribir con todo el cuidado de que era capaz, el ocurso de marras. En él relató los hechos tal como los había presenciado, pidió que se cancelara aquella gabela y se devolviera a sus dueños la mercancía decomisada. Cuando terminó de escribir lo leyó y releyó y, a la verdad, no lo encontró mal, antes le pareció cumplido y hasta con cierto estilo, claro, un poquitín arcaico, reflejo de sus lecturas habituales. Firmó con su nombre completo: Bonifacio Gutiérrez y Urbaneta. Con mano suelta rasgó la rúbrica que era una espiral que llevaba, en el centro, algo así como una estrella de cinco puntas, especie de signo sa.
lomónico. Dobló el pliego, lo metió en una cuja y lo rotuló: Al señor Alcalde Felipe Burguillos y Navarrete. Presente. eso de la media tarde y después de visitar a unos feligreses, se dirigió a la Alcaldía. Despertó al Secretario que, de bruces y manoteando las moscas, dormitaba la siesta en un botaque. El covachuelista se despabiló como pudo, abrió tamaños ojos y dijo, al recibir el pliego, que lo pondría en buenas manos. Don Bonifacio salió de la Alcaldía sin chistar palabra. Uno de los soldados de la guardia se adelantó para besarle la mano. El cura lo bendijo.
Según se supo después tal ocurso provocó gran alboroto en el Cabildo. Nunca antes, en la historia de la institución, se había recibido un papel de tanta insolen.
cia. Pedir justicia donde la justicia reina.
ba de modo absoluto no era cosa sencillamente absurda, sino infantil. Sólo a un loco o a un ocioso podía ocurrírsele semejante majadería. Es no tener la cabeza en su sitio. Es jugar con fuego.
Para tratar del asunto, el Alcalde reunió en sesión secreta a los ediles. La sesión se celebró a la hora del Angelus. Los ediles llegaron protestando por la premura con que se les llamaba como si no tu.
vieran otras cosas más importantes que hacer en sus casas. Antes de abrir la sesión cuchichearon un rato y se hicieron servir tazas de chocolate con bizcochos. Veamos qué quiere el curita ese, de olla y de cazuela. decían unos. Veamos qué tripa se le ha roto al zángano tal. añadían otros.
Unos se rascaban la calva y otros se sonaban la nariz. Los más se palpaban la panza. las siete en punto se presentó el Secretario.
Abierta la sesión el Secretario leyó el documento de don Bonifacio, recalcando las frases que él estimó más graves. El papel pasó, de mano en mano. Cada edil lo leyó por su cuenta, de cabo a rabo; le dió vueltas entre los dedos, lo dobló y lo des.
dobló varias veces, como con ánimo de romperlo. Cuando todos lo hubieron visto y olfateado, el Alcalde, hombre de leyes, ordenó que se buscaran en los archivos antecedentes que pudieran ilustrar el caso. Los antecedentes son necesarios para for mar juicio en los asuntos contenciosos dijo por lo bajo a los que estaban cerca de él. Los ediles movieron la cabeza asintiendo. Después de buscas y rebuscas el Secretario informó que no había nada que, ri de lejos, se acercara al caso, pero que, en cambio, sí había antecedentes, y muchos, relacionados con el sujeto peticionario.
Al oír esto, los ediles enarcaron las cejas, fruncieron la bemba y el Alcalde se atuzó el bigote. Fueron todo oídos. El Secretario habló. Parecía bien enterado de la vida y de los milagros de don Bonifacio.
Lo primero que, por sus palabras, se supo fué que no se trataba de ningún santo, sino de alguien metido hasta la barriga y desde antaño, en múltiples bullicios. Entró en pormenores, algunos, con perdón, escatológicos, pero con todo, eso sí, veraces como la veracidad misma. De ellos resultó que don Bonifacio era, ni más ni menos que un tal por cual y eso haciéndole mucho favor; que la vida retirada que hacía no era sino un modo de ocultar, ante los ojos de los incautos, trácalas e intrigas. Por otros de sus dichos se supo también que e! curilla, siguiendo las huellas del padre Merino, aquel que, en España, en mala ho.
ra, atentó contra la reina Isabel II, pertenecía a sociedades secretas y que no era extraño que anduviera en contubernios con asesinos asalariados. Remachó su información diciendo que don Bonifacio, en puridad, era un renegado; que sus misas no eran ni siquiera válidas porque no consagraba la hostia y que jamás nadie le vio tocar el agua bendita, seguramente porque tenía el diablo metido en el cuerpo.
El Alcalde entonces, como por vía de apéndice, informó qu la vida del padre de.
jaba mucho que desear, pues era público y notorio que estaba en relaciones sacrilegas con la vieja que lo asistía, la cual además, tenía fama de bruja y que de seguro había parido varias veces, pues un tiempo lucía barriga y otro andaba sin ella.
Dicho lo anterior, el Alcalde rogó a los presentes que pasaran a discutir, con la mayor serenidad posible y sin prejuicios, el tema objeto de la junta. Hubo un inter medio para tomar nuevas tazas de chocolate con bizcochos.
Reanudada la sesión, el regidor de Justicia pidió la palabra y aseguró que, visto el pliego de marras, no podían ni siquiera oírse las peticiones del cura porque, conforme a la ley, el tal carecía de personali.
dad jurídica y que, en su sentir, el que no tiene derecho propio no tiene derecho al derecho de petición y que, por lo tanto, debía negársele todo derecho.
El regidor de Abastos dijo que, de accederse a la petición formulada, corrían pe.
ligro los fundamentos mismos del Estado ya que, en la disputa sufrieron agresión sus representantes y que, el ahora intruso clérigo, lejos de aliviar aque! la afrenta, con su presencia la agravó.
El regidor de Orden y Decoro opino que, sobre todo, debía velarse, como hasta entonces se había velado, por la salud del pueblo, la cual se veía amenazada, según constaba a todos, por la venta clandestina de ese ron adulterado, de pésima calidad, que venían introduciendo, sin escrúpulos, aquellos arrieros.
El Alcalde ya no necesitó oír más razo.
nes. La doctrina jurídica se había agotado.
Las pruebas del delito estaban patentes.
Resumió, en pocas palabras, los pareceres dichos, que tuvo por sensatos y apegados a la verdad y pidió (iera tan cortés. la venia necesaria para someter a la consideración del Cabildo el decreto que, previsor, traía redactado. Le dieron la venia. El pliego pasó entonces a manos del Secretario, quien, de pie y emocionado, lo leyó. En el decreto se decía, después de varias consideraciones legales, morales y religiosas, que era improcedente la denuncia presen.
tada y que, por ende, no se accedía a las peticiones inherentes a ella.
Cuando don Bonifacio recibió semejante respuesta, estaba en el atrio de su parroquia, de plática con los arrieros que, nerviosos, esperaban tener noticias de su asun.
to. El cura abrió el pliego y lo leyó para sí.
Ante su contenido, frunció el ceño. Luego, muy a pesar suyo, informó a sus amigos acerca de lo dispuesto por el Cabildo. Los arrieros, naturalmente, se mostraron incon.
formes. Aquello no era posible tolerarlo.
Era demasiado. Rebasaba toda medida. Rodearon al cura pidiéndole consejo. Discutieron un rato y decidieron ir, en masa, a la Alcaldía para protestar por semejante resolución. Don Bonifacio les dijo que, de grado, él los acompañaría en tal diligencia.
No esperaron más, y safleron del atrio. En el trayecto se agregaron gentes de la calle, de esas que no cuentan pero hacen bulto y además chillan y manotean. No faltó la consiguiente chiquillería. Hacía lo suyo. Se improvisaron estandartes y letreros. Un burro de papel representó al Alcalde; una rata al Secretario; y un lagarto al Aduanero. Alguien echó al aire una canción. Era una canción subversiva. Log demás, sin saberla, la corearon. Salieron a relucir algunos mueras. Bien a bien nadie sabía quién debía morir, pero se decían mueras con ganas y coraje. así, gritando y vociferando, llegaron a la Alcaldía.
Al primer envite huyó la guardia. No dejó huellas. Don Bonifacio llevaba la sotana arremangada. Crecía el alboroto; por instantes los gritos se hacían atronadores.
Arreciaron los mueras. Don Bonifacio gritaba. Justicia! Algunas piedras cayeron en los balcones del edificio y rompieron los vidrios de las ventanas. Varios hombres trajeron una viga y con ella empezaron a gol.
pear el zaguán. cada golpe trepidaban las paredes. En un instante las puertas de la Alcaldía se derrumbaron con estrépito.
El populacho invadió el interior, destro.
zando lo que encontró a mano. Iba a avanzar cuando, en lo alto de la escalera, apareció el Alcalde. Ante él, por un instante, la multitud se amilanó, pero el Alcalde aprovechó el silencio y anunció: que podían recoger las garrafas decomisadas.
Don Bonifacio grito. Justicia! La multitud no le hizo caso y se precipitó hacia el patio donde estaban las garrafas. Estas pasaron, en seguida, de mano en mano y de boca en boca. El ron corría a chorros. To dos bebían. Don Bonifacio gritaba. Justicia! Una voz dijo. Viva el Alcalde! Muchas voces respondieron. Viva! El cura arrebató una garrafa y la rompió lleno de ira. La gente lo insultó, lo atropelló y pasó sobre él. Todavía en tierra gritó varias veces. Justicia! Pero ya nadie oía nada.
La multitud babeaba alcohol. Pasó un tiempo. Al fin las gentes, ahitas, se dispersaron. sobre las piedras quedó, tirado, el cuerpo de don Bonifacio. Don Bonifacio ya no gritaba Justicia! pero tenía los ojos muy abiertos. En ellos se miraba el pueblo de Maragato que tenía fama de rico, próspero y tranquilo. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica