276 REPERTORIO AMERICANO cional. Lo necesitaba para una memoria sobre algo. Le respondí que establecer categorías literarias era difícil, porque hay muchos puntos de vista; pero que, desde el mío personal, para mi gusto, íntimamente, el escritor cnileno que, en menor número de páginas y aun de líneas, me producía mayor cantidad de placer, era González Vera.
Seguramente van a decir que ha escrito de masiado poco. Es cierto. Ha tenido esa discreción. Otra nota a favor del jurado. Obligará a González Vera a escribir más o, por lo menos, a reunir en un volumen sus artículos, ensayos y biografías dispersos. El escritor, que como todo buen escritor, no es rico ni se cree un portento, se ha medido mucho y no hostiga a los editores ni al público. El Premio le dará confianza, lo ayudará materialmente, hará posible que entregue el máximum.
Todos así saldremos ganando y tendremos nuestra parte de alegría en los cien mil.
maba la parte superior de una vihuela. Entre un vehículo y otro, parejas de campesinos con sendos hatillos, mirando al suelo, sin curiosidad por nada, seguían paso a paso, abstraidos.
Solia desaparecer la caravana, apagarse el chirrido de las ruedas y el campo recuperaba su placidez aparente, pero pronto, en un recodo, nos enfrentábamos con los restos hacirados de una habitación, con un álamo caído o con un quiltro perdido que corría hacia el Santiago, 15 de junio de 1950.
norte. X El terremoto Es un relato de GONZALEZ VERA (En Babel. Santiago de Chile. Mayo Junio 1945. tal parte se De noche llegamos hambrientos, cegados por el polvo, dando tumbos, a la plaza de Cauquenes. Hacía frío, llovía con intermitencias, reinaba la oscuridad, no había ningún hotel ni lugar donde dar satisfacción al cuerpo. Hubimos de pernoctar en el automóvil.
No disponíamos ni siquiera de una manta. Cómo dormir un poco? El frío era cada vez más penetrante y los disparos se dejaban oir desde todas partes. Mientras más avanzaba la noche, arreciaban los estampidos. Por qué después de los terremotos cobra tanta fuerza el latrocinio?
Logré trasponerme un rato antes del amanecer, pero me despertó el hielo del alba. Seguía cayendo una tenue llovizna. La plaza era un hacinamiento de carpas, refugios improvisados, familias que se guarecían bajo un paraguas. Era difícil imaginar algo más penoso. duras penas, evitando los escombros, el automóvil se puso en movimiento. La iglesia estaba en tierra. El teatro estaba en tierra. Manzanas enteras formaban un todo de adobes, ladrillos y palos rotos. Las calles estaban borradas. Más adelante, una que otra casa había subsistido sin techo, o con el frontispicio caido o sólo con un par de paredes. Algunos suelos de madera quedaron descontrapesados y e!
piano con otros muebles estaban suspendidos, y los dormitorios, en el extremo opuesto, se confundían con la cocina.
Esa noche de enero me acosté muy temprano. Comenzaba a sumirme en el más agradabie de los sueños cuando un remezón fortísimo me despertó. medio vestir salí al patio delantero, que comunica con la calle, patio que, además de ser estrecho, está encerrado entre al tos muros. Intenté abrir la puerta y no lo conseguí. No quise insistir porque comprendí que si volvía a fracasar caería en un nerviosisnio muy poco varonil. Me quedé inmóvil como un hombrecito, dispuesto a lo que viniera.
El temblor se hizo más intenso. Las mujeres en la calle, imploraban, con razón, al Altísimo.
Su griterio era casi peor que el temblor mismo.
Un coro lamentable henchía el aire. Unos corrían gritando.
Ahora, el movimiento, ondulante, parecía venir de la entraña profunda de la tierra. Se abría como abanico y todo vacilaba.
Miré las murallas con pesimismo, ay, seguro de que caerían sobre mí si el temblor arre.
ciaba. Aunque he luchado con cierto buen éxito, por mantenerme impasible en circunstancias semejantes, esta vez me sentí muy desamparado y habría llegado al espanto si el estremecimiento demoníaco hubiese continuado.
Como suele ocurrir, el remezón llegó a su término. Entonces logré que la llave girara y me asomé a la calle: seguían gritando las mujeres, eso sí que con menos vehemencia, como para no callarse de repente. Una de ellas, con un crucifijo entre sus manos se humillaba ante otra vecina a quien ofendió cuando no temblaba. Quería obtener su perdón. En el centro de la calle un grupo de ancianas rezaba en tono agudo. Los maridos cambiaron cortas sentencias. los chicos, olvidados del miedo, corrían joviales.
Lamenté no ser conocido del vecindario porque sentía necesidad de hablar, de compartir con alguien las tumultuosas impresiones que me agitaban. Hasta pensé en vestirme y salir en busca de un amigo. Esto debe ser terremoto en otra parte. exclamó una anciana.
Me acosté por variar. Sin quererlo, estaba en suspenso, atento al rumor de la tierra, en espera de un nuevo temblor.
Al día siguiente, no bien saliera, encontré mucha animación. En las esquinas se leía el diario en grupos. Al llegar al centro los altavoces clamaban. Un terremoto había volcado ciudades y pueblos del sur. En una ciudad perecieron diez mil. En otra sólo la iglesia quedó en pie. Destruídos estaban los hilos telegráficos, las ferrovías, los teléfonos; los caminos quedaron cortados por anchas grietas.
El sur estaba lleno de veraneantes santia guinos.
Frente a los altavoces se renovaban las multitudes, silenciosas y empavorecidas. El espacio estaba transido de tristes mensajes: Luis Muñoz murió. Juan Pérez deseaba saber de su mujer Melania Guzmán y sus tres hijos. Pido a mi esposo Pedro Díaz que avise cómo está. Perecieron sepultados los esposos Pantoja Alvarado con todos sus hijos. En rescataron quince cadáveres. También pereció el párroco de. Todo esto envolvía a Santiago en una atmósfera de pesadilla. No había quien no palideciera ante la lista de muertos que se recitaba minuto a minuto.
Fuí a la oficina y me sentí sin ánimos para barajar papeles. Entonces volví a juntarme a la muchedumbre que esperaba nuevas.
Después de almuerzo encontré en mi escritorio una carta de mi mujer. La había traído un aviador que aterrizó en el fundo donde ella estaba.
Ir al sur era casi imposible. Se precisaba salvoconducto. La necesidad me hizo visitar a un compañero de liceo que desempeñaba un alto cargo. El consiguió que un auto de la policía me llevara como agente ficticio. Salimos dos días más tarde, de amanecida.
Después del mediodía entramos a la re.
gión devastada: casas, vallados, tapias, árboles centenarios habían sido abatidos. De trecho en trecho grietas de cierta hondura dificultaban el paso.
Fué necesario orillarlas, desviarse o hacer prolijos rodeos.
En menos de una hora hasta el polvo de la carretera adquirió un sentido angustioso.
Aunque atravesamos muchos caseríos desiertos, en la mañana, sentíamos en la atmósfera algo como una palpitación humana. Dentro de las casas, en las huertas, en los terrenos sembrabrados, se adivinaba la vida.
Ahora, sin variar de paisaje, la vivienda hundida, la pared deshecha y el silencio apretaban el corazón. En vano el viento, un viento suave, susurraba en las arboledas.
El aspecto de los dos agentes que viajaban conmigo era bastante hermético. Hablaban apenas y parecía que les daba igual cuanto ocurriera. Su desagradable oficio los tenía casi petrificados. Al principio les comuniqué mis dolorosas impresiones, que resbalaron por sus fisonomías. Después consideré mejor callármelas por temor de que me encontraran poco hombre.
Luego fueron apareciendo carretas y vehículos atestados de enseres y muebles rústicos.
Por entre las cosas, veíanse cabezas desgrenadas, barbas, rostros pensativos, mujeres arrebozadas. Alguien llevaba en alto una pajarera.
En otro carro gruñía un cerdo. veces asoSi le interesa el Repertorio Americano pídale la suscrición a The American News Company, Inc.
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