340 REPERTORIO AMERICAN ron las víctimas fueron bálsamo para sus inquietudes. Al fin llegaron a la Alcaldía. SELECTA CRIA La Cerveza del Hogar BLEON EXQUISITA SUPERIOR El Alcalde era un tal Burguillos, tripudo, de mala jeta, de bigotes asiáticos, de pocas pulgas y de largas uñas. El tal andaba en componendas con el Secretario del Cabildo y e! mentado Malafacha. Entre los tres, a la chita callando, tenían un negocio de alcohol. Habían instalado en cierta casa un alambique y en otro lugar un expendio.
De este alambique salían chorros de ron, al cual, para aumentar la ganancia, añadían, sepa el diablo, qué especie de porque ría. Acaso meados. El tal ron lo vendían, cosa legítima, a buen precio, entre el vecindario. Lo vendían como importado de la mismita Jamaica. Pero como los socios se dieron cuenta de que, de un tiempo a la parte, algunos arrieros introducían garra.
fas de ron, elaborado por cuenta propia en sus ranchos y lo vendían a bajo precio, vieron en ello la ruina del negocio que ha.
bían emprendido. así el Alcalde y sus socios decidieron quitar de raíz el estorbo.
Lo primero que se les ocurrió hombres de imaginación fué predicar, por todas partes, contra el alcoholismo. En la prédica parecían apóstoles, tanta pasión había en sus palabras. En sus peroratas hasta citaban versículos de la Biblia. Parecían cruza.
dos de una santa causa. El alcohol, de baja calidad decía, con buena voz, el Alcalde, en las sesiones del Cabildo es la causa de los males que aquejan al pueblo. El alcohol corrompido, embrutece los espíritus y aniquila los cuerpos. El alcohol sucio, determina la derrota de los más aguerridos sujetos. El Secretario, para no ser menos que su colega, aseguraba, en sus tertulias, que era archisabido que el alco.
hol adulterado y tomado por la vía oral, producía la lepra, el cáncer, la viruela, el sarampión, la escarlatina, la difteria y hasta hacía difíciles los partos de las señoras solteras. Malafacha, en la calle, añadía por su cuenta: Las mixturas alcohólicas incitan al robo, al crimen, al adulterio, a la herejía. Miguel Servet, señores, bebía vino con alumbre y Savonarola, el apóstata, a la hora de maitines, sorbía vasos de ajenjo con, sepa Dios, qué ingredientes.
Los ediles y las gentes oían estas sentencias con la boca abierta. Llovían aplausos y felicitaciones. Catones, Licurgos y Pi.
rros fué lo menos que les dijeron. Nuestros héroes se dejaban incensar. Por tal campaña una academia extranjera les envió una medalla y un diploma. En una de tantas sesiones del Cabildo, preparado ya el clima, el Alcalde se decidió a ir al grano. De sopetón acusó a aquellos desalmados tra.
ficantes, que venían envenenando, con sus nefandos y aborrecidos productos, no sólo los estómagos sino también el espíritu del vecindario. Había que acabar con ellos, extirparlos de cuajo. Lo pedía así la salud pública. Exigió un pronto remedio. Advir tió que el remedio, remedio legal natural.
mente (él era hombre de ideas justicieras)
lo traía en la mano. De la mano lo pasó a la boca y de la boca a los oídos de sus cofrades, y así leyó, con acento patético, la orden de establecer una nueva gabela contra el ron que, en tan mala hora, se venía introduciendo. Los ediles se rasgaron los vestidos llenos de ímpetu. colérico. Unos clamaron: Hay que obrar. Otros respondieron: Obremos, pues. todos obraron. El decreto, con dispensa de trámites, fué aprobado. Iba a salir, como otras veces, el pregonero para anunciar, con trompetas, clarines y tambores, por plazas y calles, el monto de la novísima gabela, cuando el Secretario, cual otro Zapirón, tuvo un escrúpulo de conciencia. Se paró de dos pies, se puso una mano sobre el corazón y dijo. Oh, no, mil veces no. El pregonero, no.
Ley de tal calibre debe quedar escrita. Ade.
más, recordémoslo bien, las palabras se las lleva el viento. Esta ley ha de quedar en mármoles y en pergaminos o, cuando me nos, en recios papeles de estraza, ante los ojos del pueblo. Pido, pues, se ordene su inmediata impresión.
El Cabildo aprobó que la ley, fuera impresa. El Alcalde se frotó las manos y, de un soplo, apagó el candil que ardía en su escritorio.
El Alcalde recibió la comitiva que traía, con tanto lujo de fuerza, e! Malafacha. La recibió de pésimo humor. Aquella no era hora hábil para administrar justicia. La Alcaldía, como era bien sabido, era un cen tro de orden y de disciplina. Todo estaba dispuesto para ser tratado a su tiempo y en su lugar. La ley, como el comer y el defecar, tienen su horario. Pero como el Malafacha insistió en que la cosa era urgente y además grave, el Alcalde consin.
tió, benévolo, en ver el asunto que se le traía. Pidió a Malafacha que hablara. Estos hombres dijo el aduanero, se ñalando a los arrieros en primer lugar se rehusaron, con malos modos, a cubrir el importe de los derechos que la ley im.
pone por cada garrafa de ron que se intro.
duce; y, en segundo lugar, lo que fué peor, agredieron a la autoridad de palabra y de hecho. Traigo seis hombres malheridos.
Uno puede que muera y tiene mujer e hi.
jos. Los hijos no son legítimos, pero co men. Habrá que prestarles ayuda. Exijo que se reclamen daños y perjuicios. El punto está previsto en la ley, supongo yo.
Sin dar reposo a la lengua, añadió que él, cumpliendo con su deber, pues para eso se le pagaba (aunque no lo debido a su entender) en forma cortés hizo la advertencia del caso a los dichos sujetos, pero que éstos, cerriles que son, no le obedecieron y que entonces (y sólo entonces y muy a su pesar) recurrió a la fuerza, con las consecuencias que se veían. Agregó que las cosas allí hubiera quedado sin más complicaciones, si no se presenta, de improvi so, Don Bonifacio, quien faltando al res.
peto que le debían merecer sus propios hábitos, se insolentó y pretendió que se ibertara a los detenidos y aunque se les devolvieran las mercancías que ya estaban a buen recaudo. Dijo, por último, que eso era todo y que esperaba que el señor Alcalde decidiera lo que en justicia tuviera a bien.
Uno de los arrieros, todavía sangrando de la cabeza, quiso explicar la verdad de los hechos, pero el Malafacha le marcó el alto dándole un puntapié en salva sea la parte, advirtiéndole, de paso, que en aquel sitio (no indicó cuál) sólo se podía hablar con permiso y no antes y que, por lo mismo, cerrara el pico o se lo cerraba él y para siempre. Don Bonifacio, en seguida y sin que nadie lo invitara a hablar, recha.
zó lo dicho por el Malafacha y lo calificó de cínico, de mendaz. El aludido se puso rojo y levantó los puños y ya iba a descargarlos sobre el insolente, cuando el calde, pretextando que estaba cansado y aburrido y harto de chismes y de enredos, puso punto final a la disputa, ordenando: que el ron decomisado quedara en la Alcaldía; que los arrieros pagaran una ntulta; y que Don Bonifacio, por respeto a su sotana, se retirara sin más y que, si tanto le importaba el negocio, presentara su queja por escrito.
Las garrafas fueron amontonadas en el patio; los arrieros pagaron la multa que se les impuso y el cura, entre dos esbirros, fué puesto en la puerta. Allí quedó libre.
El infeliz tenía los ojos llorosos. Se dirigió a su casa.
Cuando don Bonifacio llegó a su casa, se dió cuenta de que en los agigolones salió con el manteo desgarrado, el pantalón hecho trizas y el cuello roto. Perdió, además, la teja, el bastón y un libraco de oraciones que nunca se separaba de sus manos. Sea por Dios pensó, y olvidó aquellos pesares.
Se sentó en el portalillo de su casa; cerró los ojos y, sin darse cuenta, tan cansados traía el cuerpo y el alma, se durmió. poco, la vieja Petra, que de años le asistía, al verlo tan profundamente dormido, le echó una manta sobre los pies y apagó el quinqué que pendía de una de las vigas del techo. Sin hacer ruido se alejó y se puso a cocer, en el fogón de la cocina, una olli.
ta de tisana con ciruelas pasas, rajas de canela y briznas de vainilla, para cuando despertara su amo. Al lado puso una botella de moscatel. Bien sabía que ésta era la única medicina por casera y por barata que el viejo admitía sin protesta. La casa quedó en silencio. Apenas si se oía a distancia, entre un vago rumor de perros y de gallos, el paso de las carretas rebotan.
do sobre las piedras y el pregón entriste Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica