REPERTORIO AMERICANO 333 Conducido por vientos primordiales de vida impregnabas los astros con tu sangre celeste.
En rebelión soberbia de mítica substancia, transido por la idea clamaste al infinito y en la geometría de los mundos ignotos, en la batalla cósmica vaciaste tu destino; de martillos de pena y amarga contextura brota de lo profundo de tu ser el Espíritu, y vibra en tu cerebro la llamada inaudible que se opone a tu cuerpo de adánico proscrito.
La voz que clama inmensa por sobre el universo es la voz del silencio que conmoviera a Cristo: la gran voz que estremece tu corazón de acero, la voz relampagueante que de la tierra al cielo de ritmos estelares va colmando lo Eterno.
realizabas el drama del espacio y el tiempo: eras el meridiano de la piedra y el astro, poeta del enigma, del amor y el deseo.
El sol en tí se puso como en claros vitrales, hora en que se llenaban de música los éteres y pulsabas las cuerdas de liras estelares vibrando en los espacios de armonías celestes.
Era tu canto el dulce clavicordio del agua, onda lúcida y alba de los mares inmensos, el éxtasis de luz de la substancia Amor: del amor inmedible que el Espíritu Eterno aprisionó en la esencia misteriosa de Dios.
Para tus hombros cósmicos tejían manos leves olímpico manteo de cielos constelados, y tu cabello en lluvia se caía en torrentes, perdido en las mareas desoladas del Artico. Oh, mito en sol y lluvia de mi jardín de Alba!
Eres el primigenio interrogar del hombre y es tu espíritu eterna figuración del Cosmos, en ti la luz se expande, la luz en ti se esconde, y prisionero de astros que coronan las cumbres en tus dominios vives sobre tronos de nubes.
Deidad del tiempo, amigo de los pájaros y de los continentes que surgen en el viento.
Brotaste de estelares llamaradas en bielos y entre nimbos angélicos del acabado círculo gira a tus pies la rueda que mueve el universo.
En la inconcluída noche te ungiste de silencio; cantaban los espacios en tus ojos de siempre, ojos del sinfonismo más diáfano y completo y cual los meteoros oriflamas del airetu corazón unísono cantaba el canto eterno!
Múltiple y unitario, espejo en mil fracciones, tu imagen insondable se reflejaba en ellos.
Donde quiera te miro, donde quiera te encuentro, porque en todas las cosas tu espíritu derramas, dulcísimo y distante mensaje del viento!
Te presentí en los cauces de la angustia sellada en los vagos crepúsculos y las cosas inciertas.
Era tu faz el agua donde la luz se encuentra: soñaban tus pupilas en los párpados finos como flores de tedio sobre campos de olvidos.
En el aire flotaban átomos de azucenas, y eras la cosmográfica exfoliación de siglos.
Hecho de luz y miel, diseminado en astros, peregrino de nubes de arcangélico vértigo, nevaban en tus hombros los velámenes candidos, que copiaban mensajes de lo humano y divino, lo universal y cósmico que hay en el hombre eterno.
Encadenado a lazos de magnéticas fuerzas, en las batallas turbias de lo desconocido Descendiste a mi tierra por mares y montañas, recostado en arenas, sobre espumas y algas; eres dueño de predios de corales y perlas, y en ti la sangre salta con sus olas de fiebre por escuchar la música que en mis muslos golpea!
En tus arterias vaga lo abismal y distante, lo que en mi pecho pulsa palpitaciones cósmicas, y es tu cerebro antena que percibe mensajes de una armonía clara, sideral y abscondita, en la que amor es vértigo sublime de los ángeles!
Eres el Hombre Vida, Arcángel o Demonio que lleva en la experiencia siglos de pensamiento: sobrepasas el cauce de la vida y la muerte y eres el más allá de un incógnito vuelo!
Liberación que es muerte y es vida liberada; fuego y luz que en las cimas del ensueño flamea: inmemorial Proteo que ganando la luz, la luz vuelve substancia nutriente de la idea.
Encarnación del Eros que en mi pecho hace blanco: mi corazón enciendes bajo piedras y nieve, y al transformarlo en llamas para el amor extático, me estás volviendo lúcida, como si ya me fuese derritiendo en tu vuelo con dimensiones de astro. La sombra del recuerdo Por Gustavo MELO y CEPERO (En Rep. Amer. La tarde avanzaba con lentitud; los cerros de Monserrate y Guadalupe recibían a interva.
los los últimos destellos del sol; una sucesión de sombras y luces convertían el paisaje en un verdadero caleidoscopio; el cielo, un cielo raro en esta ciudad de Bogotá, estaba azul, salpicado de tenues nubecillas cárdenas.
El Bogotá de 1910, era tranquilo; sus gentes de costumbres sencillas, acostumbraban recogerse temprano en sus hogares; las labores se terminaban a las cinco de la tarde, hora en la cual, algunos caballeros solían comentar sus asuntos personales o políticos generalmente en el atrio de la Catedral, o en algunos de los pocos cafés que existían. Los coches, carruaje obligado en las clases acomodadas, rechinaban por las baldosas de las calles, conduciendo en veces a bellas damas elegantemente ataviadas, en otras, a ancianas que salían con sus nitecitos a distraerlos.
La ciudad no contaba con un amplio desarrollo urbano; sus límites eran bastante reducidos: al norte San Diego y al sur Las Cruces.
Entre San Diego y Chapinero existía un amplio interregno ocupado por potreros que servían para alimentar ganados diversos, en especial, el destinado para obtener leche de consumo en la Ciudad; los dueños de dichos hatos eran personas acaudaladas, que derivaban una renta crecida con tales producidos. Las distracciones eran muy pocas y la vida social muy restringida. Las gentes muy dadas a las prácticas piadosas, recordaban los famosos tiempos del Quinquenio y las escalofriantes escenas de Barrocolorado. De cuando en cuando, alguna compañía de ópera, zarzuela o comedia, perdida en los vericuetos de la cordillera de los Andes, arribaba a la ciudad, para complacencia de los caballeros, que tejían sus pasatiempos con las actrices de la compañía. Las damas distraían sus ocios y renovaban sus roperos con los estilos copiados en los ajuares de las cómicas llegadas. la vida parecía discurrir para nuestros abuelos por senderos de tranquilidad y reposos virgilianos. Nada les inquietaba. Los acontecimientos políticos de cuando en cuando penetraban los linderos del hogar, y servían de sobremesa los comentarios de tal o cual hecho administrativo del día. El hogar era un refugio para el hombre de negocios o el político; allí en los patios soleados, en medio de geranios y mirtos, y en amplias sillas de cuero o forradas en damasco, se descansaba entre sorbos de chocolate y lecturas de libros españoles y franceses. Los solares, con sus breves papayos y cerezos, formaban parte integral de la vida de entonces. Allí se tomaba las onces en las tardes caldeadas del verano: se ensayaban las comedias que las señoritas representaban en algún acontecimiento señalado; allí los tribunos parlamentarios, daban rienda suelta a su imaginación, arremetiendo sin piedad, contra el hipotético enemigo del parlamento que iba a ser víctima de sus inventivas.
En esta época, una de las más recordadas de nuestra historia ingenua, vivía una familia de costumbres muy de Santa Fé de Bogotá en su hacienda de la Merced, ubicada entre los Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica