GuerrillerosViolence

REPERTORIO AMERICANO SELECTA La Cerveza del Hogar ELECTS EXQUISITA SUPERIOR que obran como cuadrilla de malhechores y son elementos perdidos para la sociedad porque resolvieron vivir al margen de ella. Pero hay otros que son hombres de bien, a quienes las inquidades de que han sido víctimas han lanzado a la desesperación y a la venganza, probablemente al crimen, todo reprobable, todo condenable, pero explicable, en la situación de ruina a que se vieron reducidos, heridos además en el alma por el sacrificio o la profanación de los suyos. hay los guerrilleros que tienen el ideal girondino de la lucha, el amor por la libertad, el odio por el despotismo, que proclaman el que en otros tiempos se llamaba sagrado derecho de insurrección y están en armas mientras no se les garantice que al deponerlas no habrán de ser objeto de vejámenes y expoliaciones.
Pero los más feroces, entre los sacrificadores de vidas colombianas, son los uniformados.
Más responsables aún los que dan órdenes desde sus oficinas para que se produzcan hechos como los asesinatos en la Casa Liberal de Cali, el incendio de Rionegro, la entrada a sangre y fuego en El Carmen de Santander, en Ceylán, en el Cocuy, en San Vicente de Chucurí, en El Libano, en centenares de lugares grandes y pequeños de la mayor parte de nuestros departamentos, sin contar los hechos misteriosos como el asesinato del doctor Jaramillo Gómez, jefe del Control de Cambios.
Desde el día en que se declaró el estado de sitio, el Ministro de Gobierno, que es el mismo ciudadano que hoy desempeña el cargo y que era gerente de El Siglo, se preocupó por colocar en los llamados departamentos claves a los hombres más arbitrarios, los que cumplidamente asesorados por sujetos de malos hígados, sembraron como una maldición la violencia. Sordos fueron desde entonces a los alaridos y a las imploraciones. Nada les preocupó, distinto de extender su dominación, de quitarles el pan a los liberales en cualquier puesto en que se hallaran, de probar hasta dónde llegaba en ellos la capacidad de resistencia. Lueron de tal crueldad que hicieron evocar desesperadamente los días iniciales de la Patria, cuando los dominadores se llamaban Morillo, Warleta, Enrile, Sámano. Pero ninguno de ellos firmó un decreto de genocidio como el que convirtió en lugares de desolación los llanos orientales. ninguno se hizo responsable de incendios como éstos del de septiembre.
Yo estuve en la intersección de la Avenida Jiménez con la carrera séptima a las cinco y media mirando hacia El Tiempo, hacia donde no podía pasarse, pero de donde un pequeño grupo de vociferantes, custodiados por la policía, y más tarde ayudado por algunos agentes, regaron gasolina y le prendieron fuego, deseosos de acabar con un santuario de la inteligencia. En compañía del doctor Alejandro Bernate pasé luego por El Espectador, donde, al parecer, se habían conformado los encargados de destruir las imprentas con quemar en la puerta la edición que había salido antes de las p. Después los empleados del periódico habían bajado las cortinas metálicas, las más formidables del país. Con ellas queda el edificio como blindado, a prueba de piedra, de bala, de motín. El Espectador se salvó, le dije al Dr. Bernate al acompañarlo a su casa y seguir luego a la mía hacia las seis de la tarde.
Entre las y media y las p. telefoneó un amigo para decirme que los manifestartes se habían presentado con barras, picas, hachuelas, para ver de derribarlas. Agentes de la policía los custodiaban. Se diría que los atacantes estaban cumpliendo una tarea bajo la vigilancia de los maestros. Según el Ministro de Guerra, a Bogotá se la pueden tomar en diez minutos. Pero gastaron hora y media en tomarse El Espectador. Los golpes no fueron suficientes. Para poder vencer aquellas puertas hubo necesidad de apelar a los tacos de dinamita. Por el roto que hicieron metieron palancas para abrirse paso, sacar las máquinas de escribir, de sumar, los archivos, el busto de bronce de don Fidel Cano, y arrojarlo todo a la calle, al propio tiempo que derramaban gasolina para producir el incendio. El amigo que me había llamado por teléfono, cuya residencia se halla muy cercana al edificio de El Espectador.
me comunicó entonces que las llamas se levantaban como sierpes y parecían querer envolver aquella soberbia construcción para abatirla. fué a las nueve o diez de la noche cuan.
do supe que estaban incendiando las casas de los doctores Alfonso López y Carlos Lleras Restrepo. Me dirigí a la del último, que era la que me quedaba más cerca. Al detenerme, con el amigo que me llevaba en su automóvil, para ponerle gasolina en una bomba, vimos como, en una especie de camión cuatro civiles y tres agentes de policía subían con canecas y tarros que acababan de llenar para arrojarlos luego en la casa del insigne jefe liberal, cuya familia y un grupo de niñas que se hallaban allí en una fiesta, por ser el cumpleaños de la menor de sus hijas, se habían salvado milagrosamente, como se salvó él, no solamente de los tacos de dinamita sino de las balas de los agentes que, habiendo asaltado una de las casas situadas a espaldas de la suya, se hallaban con los rifles tendidos para disparar apenas lo vieran asomar al tejado, por donde suponían que tendría que salir de la casa incendiada. Amigos que estaban en la esquina me contaron que el Alcalde, señor Briceño Pardo, llegó a contemplar el incendio. Su única exclamación, no obstante ser primo del Dr. Lleras Restrepo, fué: Cómo arde de sabroso Ahora sí comprendo el goce de Neron. Otros menos estetas, pero más prácticos, echaban gasolina y fósforos encendidos. Las llamas se levantaban voraces, envolvían una cortine, un tapiz, un armario, y volvían a apagarse. Más gasolina, teniente. gritaba uno de del trabajo. corta distancia había una bomba que prácticamente vaciaron. La casa fué quemada cuatro veces. El más devorador de los incendios fué a las cinco de la mañana. Antes de empezar, la habían saqueado. En la puerta, bajo la mirada de los agentes, vendían los rateros, por lo que quisieran darles en dinero, lo que iban sacan do. Un diplomático me dijo después: Yo vi agentes de la policía regando gasolina. Nunca pensé que semejante acción pudiera cometerse.
Mientras eso ocurría, la casa del doctoi Alfonso López, a veinte pasos de la de usted.
señor Presidente, era incendiada. Usted, según dijo por la radio, se encontraba en el Palacio de la Carrera desde las p. Los incendiarios habían empezado su tarea a eso de las p. En la casa de usted había una guardia numerosa. Entiendo que dispone de ametralladoras. en la Biblioteca Nacional.
frente a la casa del doctor López, otro pelotón tiene número y fuerza bastantes para desalojar a un adversario de cuenta. Nadie se movió. Estetas, como el Alcalde, debieron probablemente hallarse complacidos en la contemplación de las llamas. Usted, señor Presidente, en alocuciones anteriores habia señalado al doctor López a la atención de las fuerzas armadas, cuando afirmó que él las había situado en el mismo plano con los bandoleros. En la exposición del 13 no vaciló en repetirlo. Por eso el Dr. López había dicho que si caía antes de tiempo no se fuera a buscar al ahogado aguas arriba. Como a él también le gustan los poemas de Caro, al salir del país, arruinado, amenazado, aunque sin quejarse, porque tiene un alma que, lo mismo que la de Lleras Restrepo, nos produjo a sus amigos admiración y pasmo, debió irse repitiendo estos versos de don Miguel Antonio: Al ver la mano amiga que ingrata herirme el golpe, ileso el cuerpo, al alma me llegó. Casi con lágrimas en los ojos unos cuarenta o cincuenta amigos, porque estrictamente fué limitado el número, vimos partir a los jefes. Agentes de la policía adelante, agentes en el medio, agentes atrás, nos hicieron dar un centenar de vueltas, en forma de no saber si nos dirigiamos a Madrid, al antiguo aeródromo de Lanza o al campo de aviación de Techo. En un momento en que el automóvil en que iba el Excelentísimo señor Embajador de Venezuela, doctor Luis Jerónimo Pietri, con sus ilustres asilados, se detuvo, para comprar un periódico, salieron de todas partes agentes como si se hubiera tratado de una revolución o de una fuga. De la Embajada a Techo no había menos de dos mil hombres con el fusil al hombro. Algo incomprensible. a la Embajada se habían introducido unos detectives dizque con el propósito de ver si se estaba observando la Constitución. En la puerta los puso el señor Embajador, a quien fué necesario que se le ofrecieran luego excusas por el abuso que habían cometido, sabe Dios con qué intenciones, esos individuos acostumbrados a las cosas más raras.
En su exposición dijo usted, señor Presidente, que no se explicaba sino como un deseo de causarle daño al país, en su reputación ante el extranjero, el asilo solicitado por los doctores López y Lleras, a quienes nadie estaba persiguiendo, que no corrían peligro alguno y que podían contar con todas las seguridades que les ofrecía el gobierno, ampliamente capaz de hacerlas efectivas. Cómo sonó en todos los oídos esa declaración, hecha en momentos en que se removían de los hogares de aquellos las cenizas de los muebles, de los cuadros, de las bibliotecas, de los archivos, de toda clase de bienes acumulados a través de la vida, y a eso reducidos por la acción que usted mismo considero execrable.
Garantías ofrece usted, señor Presidente, pero conserva al Ministro que en un banquete hizo la declaración de que debían abatirse diez liberales distinguidos por cada agente de policía o cada soldado que cayera en lucha con los bandoleros. Declaración fria, no producto del alcohol, como en los subalternos, convertida en carteles impresas, repartidas a las fuerzas armadas como un consuelo y como una instrucción.
Garantías, después de que había estallado como un anticipo hace dos o tres meses, una bomba de dinamita en la puerta del hogar del doctor Lleras Restrepo, como estallaron más tarde en las de los doctores José Joaquín Castro Martínez y Roberto García Peña, sin que hasta la fecha se haya sabido da providencia alguna destinada a librar a los jefes liberales de tales asechanzas.
Garantias, después de que en forma tranquila manifestó el señor Ministro de Guerra que había hecho ocupar la casa del doctor López en los Llanos, en su hacienda Potosí, por fuerzas armadas, que dispusieron de todo lo que encontraron, mataron un núme(1) Poesias latinas. Pág. 227 (Concluye en la pág. 10)
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