Roberto Brenes Mesén

REPERTORIO AMERICANO 25 Tres encuentros con RUBEN DARIO Por Roberto BRENES MESEN (Papeles inéditos, envío de Dña Ana María de Brenes Mesén. Los vientos norteños de diciembre habían comenzado a motear la límpida atmósfera con los abigarrados papalotes que anuncian la venida de la estación más bella del año tanto para los jóvenes como para los cogedores de café. nuestros exámenes ya se aproximaban. Por los corredores y los patios del Liceo, los estudiantes reían para disimular sus temores. Una mañana, para cu asombro, los mayores escucharon un rumor: nuestros examinadores estaban ahí, un gran orador cubano, Antonio Zambra.
na, un escritor de El Salvador, Francisco Gavidia, y el nicaragüense Rubén Da.
río, a quien los peródicos habían recibi.
do con un generoso aplauso.
Todos conocíamos la elocuencia maravillosa de Zambrana puesto que había convi.
vido con nosotros por varios años. El nonbre de Rubén Darío tenía para nosotros un inusitado encanto.
El examen fué oral y, mientras aguardaba mi turno, observé la apariencia del poe.
ta que tanto ya admiraba. Llevaba él una levita parda y pantalones de rayas. Una nítida corbata de lazo hacía resaltar el color marfileño de su rostro. Tenía una perilla cuidadosamente recortada y un fino bigote.
Su nariz sensitiva, sus mejillas y su frente le daban un aire de peculiar distinción. Su pelo era negro y ondeado. Ni su tez ni su fisonomía revelaban el indio chorotega que había en él. Sus manos así como sus maneras le comunicaban un aspecto aristocrático. Sentose él ahí, frente a nosotros, quieto, y, aunque no recuerdo sus preguntas, sí recuerdo que no eran demasiado difíciles ni traídas de los cabellos. No hubo discusión entre examinadores y alumnos ni entre los mismos examinadores. Terminada la prue.
ba, me di cuenta de que la imagen del poeta había quedado grabada en mi memoria.
Poco tiempo después lo vi en una de las calles principales de San José, camino hacia las oficinas de un periódico del cual había llegado a ser co editor. Le segui. Vestía el mismo traje con que lo había visto y portaba un bastón. Sólo cuando había desaparecido en el edificio, continué mi sen.
dero. Cada día buceaba en los periódicos en busca de su firma. Fué entonces que publicó en una revista de corta duración su bellísimo poema Blasón. cuya última estrofa contiene ahora un mensaje que antes no tenía y el cual se lo adicionó en 1892 cuando conoció a la señora marquesa de Peralta, en Madrid. Trajo con él un buen número de copias de Azul. las que, con gran sorpresa mía, encontré que sólo podía comprar en una cantina situada a media manzana de las oficinas del diario.
En la Biblioteca Nacional, solía encontrarlo entre las tres y las cuatro de la tarde, y me sentaba lo más cerca posible de él porque quería conocer los títulos de los libros que leía, ya que cuando leí La Canción del Oro me di cuenta de la amplitud de su erudición. Reconocí las ediciones clásicas de Panchouk, con el texto latino y la traducción francesa.
Un día lei que el poeta abandonaba el país. No lo volví a ver más, pero su ima.
gen formada con todas estas impresiones ha permanecido fresca y vívida.
sus impresiones, que más tarde leí en Mi Viaje a Nicaragua.
El no era muy conversador. Tenía que asediarlo a preguntas. Su reserva producía su silencio habitual. Pero durante aquella tarde y la mañana siguiente lo pude tratar con frecuencia. Habla ya perdido las líneas de la delgada figura que había conocido en 1891. Se había engordado y no conservaba su bigote y su perilla. Sus pómulos chorotegas habían comenzado a resaltar a medida que la carne de sus mejillas había comenzado a aflojarse. Existían en aquel lugar muchas oportunidades para beber copiosamente y él se mantuvo siempre sobrio y distinguido. Cuando nos despedimos en aquella segunda tarde, éramos íntimos amigos.
Pasaron siete años, vivía en Wishing ton, y una tarde del ya avanzado otoño, recibí un telegrama firmado por Rubén Darío, con saludos amistosos y la expresión Rubén Darío de su deseo de verme pronto. Le contesté tres días después anunciándole que me en(A los 25 años. Como era cuando contraría con él en Nueva York. Así lo hice.
estuvo en Costa Rica, 1891. Al poco tiempo de haberme inscrito en el Hotel Astor, traté en vano de comunicarme Unos seis años después me hallaba en con él por teléfono. Frente al Astor exisChile. Conocí a un pequeño grupo de homtía un teatro, el Vita aph, que despertó bres de letras que habían tratado persomi curiosidad. Decidí entrar en él, y, cuannalmente a Rubén Darío y, en una ocasión do estaba a punto de ocupar mi asiento, he en que paseaba por la Quinta Normal con aquí, que mi vecino de la derecha era Rudos o tres de estos nuevos conocidos, me bén Darío y cerca del poeta se hallaba el condujeron a un lugar a donde el poeta orador Alejandro Bermúdez que había veacostumbraba pasar, de vez en cuando, al: nido con aquél para dar una serie de congunas horas solo; era un bello lago artififerencias.
cial en cuyo borde se inclinaba un sauce Nos quedamos ahí un rato, luego salillorón para dar sombra a una pequeña ban. mos a caminar por Broadway para tener ca. Me agradó el sitio y lo visité después más libertad para hablar. Acordamos enpor cuenta mía. Sobre aquella banca es. contrarnos al día siguiente para almorzar cribí en verso una Epístola a Rubén Da. en Angelos, restaurante entonces conocido río. Cuando se publicó, se la envié a Ru por su cocina española. Los invité a tomar bén, quien me respondió con una amable vino no existía en ese momento la prohicarta y con dos libros de poemas con sen. bición, y Rubén se negó a tomarlo.
das dedicatorias muy gentiles de sus auto Rubén se hallaba radiante de júbilo. Al res para mí: sus Prosas Profanas y las salir de Europa le habían propuesto una edi Montaans de Oro de Leopoldo Lugones. ción completa de sus obras y él estaba enCerca de diez años más tarde, me en: cantado con el tipo, el formato y los títulos contraba en la línea divisoria entre Costa de algunos de estos volúmenes, particularRica y Nicaragua. Los Presidentes de estos mente uno captaba su imaginación: muy dos países acordaron sostener una confe. Siglo dieciocho y muy moderno.
rencia cerca de la frontera para tratar di Alimentaba grandes esperanzas. Había rectamente sobre ciertas cuestiones políti llegado a los Estados Unidos para desarrocas y comerciales que en aquellos tiempos llar una serie de conferencias que me dieinteresaban a las dos naciones.
ron la impresión de que perseguía dos obEl Presidente de Nicaragua invitó a un jetivos diferentes: uno, artístico, el de dar grupo de unos veinticinco a treinta perso a conocer mejor su poesía; el otro, que nas: dos o tres miembros de su gabinete y debía ser realizado por su compañero, el varias personalidades importantes de la po señor Bermúdez, el de hacer campaña en lítica y de las letras. Hizo lo mismo el Pre pro de los Aliados. Puede ser que entensidente de Costa Rica y yo era uno de sus diera mal, pero esa fué mi impresión. Esta invitados. Pocos minutos después de nues vez Rubén Darío se mostró efusivo, tenía tra llegada, avanzada ya la tarde y antes de fe y entusiasmo en los resultados de su la comida, mientras que las personas se jira así como en el buen éxito de la nueva dispersaron para explorar los alrededores, edición de sus obras completas. Pude apre Rubén y yo recorríamos de un lado a otro ciar en él una mezcla feliz de madurez y el corredor dei este de aquella remota casa juventud que encubría la flaccidez de su de campo. En la distancia, de frente al nor rostro y la creciente redondez de su figura.
te, se extendía el Lago de Nicaragua. Ha Sus manos no habían envejecido; sólo la blábamos de literatura, deteniéndonos en lentitud de su marcha revelaba fatiga. Hala apreciación de la personalidad de los jó. bíase vuelto más sociable, más expansivo, venes escritores de América y de sus libros. cierta dulzura nimbaba su vida, encarnaLo conduje a que hablara sobre sus traba ción verdadera de su exquisito Otoño en jos y proyectos. Me desarrolló algunas de Primavera. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica