72 REPERTORIO AMERICANO Cansancio mental Neui astenia Surmenage Fatiga general son las dolencias que se curan rápia amente con Moller. Aunque los tratados de Patología no hablan nada de eso.
Pero el propio Dr. Moller recomendó a mi amigo el pabellón de enfermedades tropicales del Hospital John Hopkins. El único sitio en Nueva York donde pudieran tratarlo con alguna eficacia.
Lo llevamos esa misma tarde. Junto a Eulalia, mi amigo, como movido por la tropical y extraña fuerza nerviosa, recobraba su antigua actitud de agrado. Olvidaba su enfermedad. Apenas para mirarla eran más brillantes y negros sus ojos de hematúrico. la muerte, la cercana muerte, era para el una como forma de galanteria o de dandismo. Cuando yo me muera, Eulalia, no olvide comprar para mí un ramo de claveles rojos. Es la única flor que puede venir de sus manos. Entre todas las flores es la más viva y la más cálida, la única capaz de concretar el amor Bajo la atmósfera fría de Nueva York, parecíamos oler como en inquieta reminiscencia los claveles del trópico.
Dejé a Eulalia y a mi amigo, a las puertas del Hospital John Hopkins. Eulalia quería vestir del calor y la gracia y la diligencia de sus manos, ese orden inerte, esa terrible frialdad clínica, de las piezas y los lechos del hospital. Médicos y enfermeros miraban a Eulalia. Pero los ojos de mi amigo la defendían como afilados cuchillos de posesión. Acaso aquella tarde, mi amigo y Eulalia, se besaron.
Yo regresé ai boarding, en uno de esos agobiados subways del atardecer. Sobre la ciudad, empezaba a nevar.
KINOCOLA el medicamento del cual dice el distinguido Doctor Peña Murrieta, que presta grandes servicios a tratamientos dirigidos severa y científicamente Entonces, Eulalia, si yo hubiera sido diferente contigo en Atlantic City. Te hubiera odiado al principio porque violentabas mi libertad yanqui, de que yo estaba tan orgullosa. Ahora que el amor, para nosotras, las mujeres, es ante todo dominación. Confieso mi error, Eulalia. ahora sólo me permitirás tener porque es lo elegante celos de nuestro amigo.
Pero reconocía que él me derrotaba en el juego, cuando al siguiente día acompañé a Eulalia al hospital y pusimos sobre la mesilla, junto a la cama de nuestro amigo, un ramo de flores.
El ya con ese derecho de sus ojos dilatados por la fiebre, de su pálida mano nerviosa por cuyas venillas corria la desatada telegrafía de la pasión, tomó la cabeza de Eulalia. era la mano diestra del amador, del que entre las formas cambiantes del mundo pudo modelar esa materia indócil del amor.
Eulalia nuestra Amazona estaba ente.
ramente sumisa.
No es precisamente porque se crea o no se crea en la religión, pero hallamos en mi amigo un deseo de confidencia y una como alusión a olvidadas cosas religiosas de su infancia, que la propia Eulalia le preguntó sı deseaba la visita de un cura. Me educaron en la creencia del pecado mortal; fuí un niño asustadizo como todos los de nuestra raza, y quizás oyendo al Cura me acuerde de las palabras de mi madre.
Hay oraciones católicas de ampuloso lenguaje en que se trata a Dios en segunda persona, que me traen el recuerdo de los caserones de provincia las noches de lluvia, cuando se quemaba palma bendita, y un verdadero coro trágico de mujeres y servidumbre conjuraba las irritadas potencias celestiales. Esto es para mí no un problema de la inteligencia, sino de la imaginación.
Es como si en esta pieza de hospital se encendiera de pronto una luz de bengala, más mágica y más verde que las usuales luces de bengala, en que estuvieran fosforeciendo con ei nocturno color del recuerdo, las escenas de mi pasado. un auto nos llevó a Eulalia y a mí, hasta el convento de jesuitas españoles.
Oimos allá de nuevo las ásperas consonantes de nuestro idioma; y como los jesuitas los pájaros negros tienen hombres para todo, no les faltaba el personaje flexible y moderado que nosotros necesitábamos.
Un Maestro de Navicios especializado en Teología Moral que ha jugado con las pasiones de los hombres, se ha planteado enrevesados casos de conciencia, ha hecho combinaciones de pecados mortales, solazándose en ellos con la pericia de un novelista psicológico Dentro del auto el Padre Jesuíta parece un verdadero hombre de mundo. Presiente nuestra reacción adversa y prefiere hablar con cierta elegancia calculada y opaca de este duro invierno neoyorquino, de la guerra europea y del Presidente Wilson. Quizás pienso yo lo que le falta al Presidente Wilson es el método de San Ignacio.
Ya estamos en el Hospital; y sin ningún comentario, con la misma indiferencia profesional de los médicos, el Padre Jsuita entra a conversar con nuestro amigo.
Largo diálogo a puerta cerrada en que se oye de pronto protesta, discusión, el suelto calderón de una sílaba.
Con su aplomo escéptico, tendiéndonos una mano cuidada, el Jesuita vuelve a aparecer después de un rato. Su amigo nos dice ha quedado más tranquilo.
Se ajusta sus gruesos guantes de invierno. San Ignacio no llevaba guantes. Lo acompañamos hasta el parque del hospital y le abrimos la portezuela del auto.
Cuando se les ofrezca nos dice el Jesuita, empleando el común cumplimeinto español No, padre Jesuita: no permita San IgAsistimos a la transformación de Eulalia.
Ya no sube la escalera del boarding haciendo repicar sus zapatos de deportista. Viste de melancolía, que es el más adecuado traje de invierno. No la podría invitar como en el verano pasado a estar conmigo, desenfadada y cordial, en Atlantic City. pesar de sus años en Nueva York; la perfección fonética con que habla el inglés, la maravilla moderna de su cuerpo, lo bien adaptada que parecía a este ambiente, ha descubierto en el fondo de sí misma un paisaje romántico, un ancestral paisaje de pasión, como el de mi amigo.
Mi amigo continúa en el hospital. Estas enfermedades de los trópicos suelen tener un desarrollo demasiado largo. Eulalia vuelve del hospital ya anochecido. Hay un sombrío Nueva York, que es el de las distantes estaciones de subways las noches de invierno, el de las altas calles de ladrillo envueltas en una niebla negra, el de tantos rostros fatigados que pueblan el ferrocarril subterráneo al salir del diurno trabajo; y que es el mismo Nueva York que ahora Eulalia nos presenta, mientras tomamos la sopa de avena que ofrece Mrs. Cepeda. Eulalia, quieres ir al cine. No contesta Eulalia. sólo sale de sus monosílabos para hablarme de mi amigo: la temperatura que tuvo hoy, lo que dijo, la opinión del Dr. Moller. Sabes le digo una noche que tú estás enamorada de él. Es que es el único hombre interesante que he conocido. El único que tomó el amor como tragedia, y conserva ante lo femenino, la terrible, la envolvente oposición masculina. Para la gente de este país, y para ti mismo, que te has yanquizado tanto, el amor es una diversión apenas más azarosa que las de Coney Island Hay también en el inmenso Nueva York un convento de sacerdotes jesuítas. Mrs. Cepeda, que a pesar de sus anteojos de carey y de sus trajes rayados de sufragista, siente renacer de pronto la tétrica y vieja religión española, nos dió la dirección de ese convento, el mismo día que se precisaron ya en mi amigo las congeladas flores de la tuberculosis.
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