Violence

REPERTORIO AMERICANO 173 Casa de Apóstoles Por PEDRO HENRIQUEZ UREÑA Envio del autor. De La Nación, Buenos Aires indios isleños? Acogieron con asombro y sonrisa a los descubridores; hubo trastornos: hicieron pocos, débiles intentos de resistencia; quedaron vencidos, y se sometieron. Pero el trabajo y el rigor que se les impusieron los aterraron. Entonces ocurre la extraña catástrofe que tal vez sólo pueda explicarse como suicidio colectivo. Todos los cronistas coinciden en los hechos, desde Las Casas, el defensor, hasta Oviedo, el enemigo, quien dice que muchos dellos, por su pasatiempo, se mataron con poncoña por no trabajar, y otros se ahorcaron con sus manos propias, y a otros se les recrescieron tales dolencias. que en breve tiempo los indios se acabaron.
Al fin, sólo sobrevivieron los que salvó la rebelión de Enriquillo. Hasta Juan de Castellanos, que sólo podía hablar de recuerdos que le contaron. conio me lo contaron os lo cuento. advierte)
se Pueblos pudieras ver sin moradores, que todos los dejaban y huían.
En Santa Anita Talla en caoba policromada por Roberto de la Selva En unas chozas, en unos bohíos, tuvo principio la más formidable cruzada que ha peleado en América el espíritu de caridad contra la rapaz violencia de la voluntad de poder. Tres hombres la iniciaron, tres hombres pálidos de ayuno, endurecidos en la penitencia, ardientes en la oración y en las obras de misericordia. En aquellas chozas establecieron aquellos tres hombres, hacia setiembre de 1510, la comunidad de predicadores Los franciscanos les abían precedido, estableciéndose en tres ciudades de la recién conquistada Isla Española. Pero los dominicos no podían hacerse lesperar: la ciudad donde asentaron, que sólo tenía catorce años de fundada, llevaba el nombre del patrono de su Orden.
De esta Orden, docta y activa, debía esperarse prédica y enseñanza. Pero a sus primeros representantes en el Nuevo Mundo los dominaba el espíritu de caridad. Eran ellos: Fray Pedro de Córdoba, Fray Antonio de Montesinos, Fray Bernardo de Santo Domingo. Fray Pedro, el jefe de la comunidad, estaba apenas en sus veinte y ocho años. Era alto y hermoso de presencia, manso y firme de conducta; habría sido sabio, si los jyunos y mortificaciones no lo hubieran debilitado, obligándolo a li mitarse en el estudio. Fray Antonio, enérgico y fervoroso, predicador encendido. Fray Bernardo, hombre de lectura y de meditación, ajeno a las malicias del mundo. Poco tiempo después se les unió el inventor de esta hazaña. el que en Castilla había concebido la idea de traer al nuevo mundo la comunidad de dominicos, Fray Domingo de Mendoza. Era hombre de muchas letras, de familia eminente en la iglesia española: hermano de Fray García de Loaisa, después cardenal arzobispo de Sevilla y presidente del Consejo de Indias. Con él vinieron diez o doce frailes escogidos. Al desenfreno y licencia de la incipiente colonia ofrecieron en con traste su vida austera, habitando en chozas, durmiendo sobre paja, probando muy raras veces el pan de trigo, o la carne, o el vino, sustentándose de hojas, de raíces, de las tortas de casabe de los indios.
La Isla Española estaba destrozada por el desorden de la conquista. La aventura del Nuevo Mundo estaba todavía incierta, enigmática; desvanecidas, al parecer, las promesas de gloria y de esplendor: sólo se conocían tierras pobres en metales y en piedras preciosas, habitadas por pueblos agricultores y pescadores, de culturas sencillas. Atravesaban el mar los inquietos y los ávi.
dos, sobre quienes pesaban poco la norma ideal o siquiera el escrúpulo. De ellos, hubo quienes se levantaron hasta la hazaña épica cuando el hallazgo de imperios fabulosos los convirtió en caudillos, exaltó en ellos poderes insospechados. Pero ahora, en el espacio estrecho de las islas, donde Hernán Cortés estaba de escribano de pueblo y Núñez de Balboa abrumado por las deudas, se desangraban en mezquinas banderías.
Duró tanto el malestar, que todavía en 1520 cl humanista italiano Alejandro Geraldino, obispo de Santo Domingo, se queja en su blando latín de las rencorosas divisiones que envenenan a sus diocesanos.
La única riqueza la encontraron en el indio: la agotaron en pocos años. Aquellos indígenas isleños le parecieron a Colón amadores del prójimo como de sí mismos; Pedro Mártir, recogiendo con fina curiosidad las descripciones que de ellos le hacían los descubridores al regresar a Europa, pintó su vida como una edad de oro, en que todas las cosas eran comunes y todas las relaciones humanas pacíficas y benévolas: descripciones que impregnaron la imaginación de Europa con la noción de la bondad ingénita del hombre en el estado de naturaleza. Pero este indio de la edad de oro, este salvaje virtuoso, era sólo el arahuaco de las Bahamas, de Cuba, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Jamaica; no el caribe de las Islas de Barlovento y de la Costa Firme, cuyo nombre es todavía en las Antillas símbolo de ferocidad. el indio a quien se explotaba en 1510 era el arahuano. Qué sucedió, en verdad, con Para atajar el desastre, los frailes dominicos emprenden su cruzada Es el milagro español: España, única en especie de pueblos conquistadores, engendra juntos al hombre de la violencia y al hombre de la caridad. Este hombre de la caridad no es el misionero que va tras el hombre de empresa y santifica las usurpaciones y aplaude el éxito material, declarándolo premio a la virtud; ez la encarnación de la conciencia moral, que dice al conquistador: no tienes derecho a la esclavitud de tu hermano; al hermano salvaje te liga el deber: el deber de enseñarle el camino de la verdad. Como Grecia es el primer pueblo que discute la esclavitud, España es el primer pueblo que discute la conquista En diciembre de 1510 comienza el inmortal episodio: el cuarto domingo de adviento sube al púlpito Fray Antón de Montesinos, en la iglesia mayor provisional de la ciudad, y tomando como texto las palabras del Bautista. Yo soy la voz que clama en el desierto. se declara voz de Cristo para llamar a los conquistadores hacia los caminos del bien; con acento inflamado, con imágenes pavorosas, les pinta el pecado de aquella opresión que es exterminio de los indigenas, los conmina a implantar un régimen humanitario. El virrey almirante, los funcionarios, los encomenderos todos, lo oyen abrumados. Pero calla el predicador y pronto calla la conciencia; hablan los intereses: reclaman la retractación. Fray Pedro de Córdoba, con mansa energía, les declara que el sermión de Fray Antonio es primicia del acuerdo de toda la comunidad. Se conviene en que, al domingo siguiente, el esos Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica