REPERTORIO AMERICANO 61 COMPRA VENTA DE MUEBLES Nuevos y de segunda mano, en la conocida mueblería de tirse. Jamás le pedí un beso a Eulalia, porque estaba seguro de no suscitar su indignación sino su sonrisa. No quería yo perder una amiga inmejorable. Feliz usted que alcanzó ese grado de civilización respondió entonces mi amigo. Para mí siempre fueron terribles las mujeres. para adaptarme a esta vida yanqui que usted parece recomendar, sólo hay un pequeño inconveniente: que dispongo ya de poco tiempo, porque me voy a morir. Usted se atormenta con sus prevenciones. dije como calmándolo.
Pero del cajoncito de la mesa de noche había sacado cigarrillos (aunque sean poco recomendables para los enfermos de bhilarzia. me ofrecia, y tomaba la actitud del que va a narrar una historia.
ENRIQUE GOMEZ Frente al Teatro América AVENIDA CENTRAL los vecinos, no hay telegrafia de amor más eficaz que la de los pañuelos. Asi como en la marcha de un tren por un nocturno camino peligroso, hay el pañuelo blanco de la confianza, el amarillo del temor, el rojo que anuncia las noches apasionadas.
Duerme todo el pueblo su provincial sueño y mi amigo penetra en la casa de la enigmática mujer rubia. Su marido es hombre terrible, pero pasa casi todo el tiempo en una hacienda entre sus peones y sus jaurías de perros bravos. Es entonces cuando se iza en la ventana el pañuelito rojo. Viva esta sangrienta flor de amor que nos empinamos para alcanzar y gustar, alta de voluptuosidad y misterio, con el impulso de nuestros adolescentes sentidos! Era lo más hermoso que entonces nos ofrecía el mundo.
La historia nos llevó naturalmente a un pueblo suramericano, de esos que habiamos olvidado con sus quince mil habitantes y el valle andino donde se asienta, en una de las geografías de la infancia. Entramos por el pueblo; nos detuvimos en la Plaza Central donde existe un busto del prócer nativo y grandes acacias aborígenes colmadas de flores rojas; oímos gorgoritear el agua en el colonial tazón de la plaza y nos mostraron varias casas de balcones corridos que pertenecen a los magnates del lugar. Este vive, y ocupa un mediano punto negro en los mapas, merced a una agricultura aledaña removida todavía por mansos bueyos y virgilianos arados. El primer piso de aquellas casas lo ocupan tiendas que surten a los campesinos de telas gruesas, de víveres o instrumentos de labranza. Los lunes, que es día de mercado, el pueblo tiene mucha animación y el campo se vuelca con sus caballejos rurales cargados de frutas y verduras, moradas piñas de espiroso capote cuya cimera pide el cuartel de un escudo heráldico; chirimoyas opulentas, o el fruto de la parcha redondo y rumoroso, de donde el músico nativo, antes de que llegara Colón, tomó la forma de la maraca aborigen.
Las mujeres son como rosas que crecen en el silencio casi claustral de las casas, con formas, costumbres y maneras como las del siglo xviii. Esta tierra da como las frutas unos cjos negros, dorados de dulzura, que tiemblan como flores bajo el musgo irisado de las pestañas. Tierra de morenas donde debe ser muy peligrosa una rubia. vimos, hundiendo la mirada entre la fina celosia de una ventana azul, unos cabellos rubios y el arco florido de un brazo, todo Llanco, enteramente fatal, que se movía como desafiándonos. Esta es dijo mi amigo.
Mi amigo no era el que estaba en el boarding de Nueva York, sino un timido muchacho de dieciocho años, que se había puesto esa primera corbata roja con que penetran en la vida los ex colegiales. Contábame sus proyectos: lo que le decian en la casa, como querian mandarle a una hacienda y convertirlo en agricultor. Pero es preciso amar antes decíame mi amigo. ahí estaba la enigmática mujer rubia.
Con la agilidad de una prestidigitadora ella oprimía entre sus dedos, dándole la forma de una pequeña flor, un rojo pañuelito. Es la señal convenida advirtió mi amigo. me contó que en este población rural y eclesiástica, donde las beatas graznan como cornejas y van enredando en las cuentas de sus rosarios los milagros y la vida de todos ojillos pizarrosos e indescifrables, donde se agazapan todos los designios.
Tenía don Esteban un extraordinario prestigio vernáculo. Quizás era sólo un sensual como casi todos nuestros hombres, pero equilibrado por la codicia y por un instinto frío y afilado como un cuchillo.
Confieso que mi amada y yo le terjamos miedo. En su carácter todo se hundía entre la paja brava de los campos.
Viviamos un momento en que no nos importaba morir de amor. Casi lo deseábamos, ciñéndome la mujer rubia como una llama, y siendo yo perfumado leño de holocausto.
Dariamos a esa ciudad tan adormecida el espectáculo de una tragedia romántica. Todo estaba contra nosotras: las costumbres, la moral, la pequeñez de aquella vida contra la cual rebotaban como en un muro sordo, nuestras pasiones. Fué entonces cuando leimos ese episodio de Francesca de Rimini. Como los amantes medioevales del poema, no advertíamos junto a nosotros sino espacio cerrado, férreas rejas, dueñas vestidas de negro, la mano fría que viene avanzando, de un sacrificador. Ella la mujer rubia, era toda tremante como Francesca de Rimini. Yo estaba ensimismado de amor, como Paolo. Noté en mis experiencias de aquellos días que todo bombre realmente enamorado pierde su capacidad de reacción y puede descender la muerte como por una escalera nocturna y con los ojos vendados. Pero ya rota toda voluntad, aspirábamos a una tragedia patética. Es lamentable nuestra educación romántica. en aquellas noches perforadas de ruidos, de sobresaltados rumores, de la irritada zozobra de una temperatura caliente, nos acurruca bamos para esperar la tragedia que llegaría derrumbando las puertas. Transcurría un rato, y nos volvíamos a amar en la fatiga, en el desesperado atosigamiento de nuestros cuerpos. Presto, presto, que ya sería la última vez.
La almohada como una tela milagrosa, quedaba estampada de la presión de su frente.
Veia opacar y arrugarse la seda de sus ropas como un ramo de flores marchitas.
Su piel pasaba de un color de herida a otro color pálido y exangue. Apagaba la luz y yo salía en puntillas a un patio de agua susurrante y de nevadas begonias, donde esperé muchas veces el asalto de la tragedia. Después eran las calles de la ciudad provinciana, inmóviles en la madrugada, y la soledad de mi cuarto.
Pero otra vez habían transcurrido tres días sin verla. El pañuelito de la invitación no flameó en su ventana. Una criada cómplice me trajo un apremiado papel: Mi marido llegó del campo. Cuidado.
Fueron tres dias y tres noches. Don Esteban me dijeron había venido de la hacienda a vender su. cosecha y a registrar la compra de unos nuevos terrenos. Ya es don Esteban, sin disputa, el agricultor más poderoso de la región. Cuando usted vaya al Trópico continuo diciendo mi amigo desconfíe de ciertos hombies silenciosos cuyo veneno se guarda en frialdad o rústicos refranes, y que también los produce la tierra como las culebras. Suelen ser los más peligrosos. Aquel era un hombre disimulado que proyectaba en torno suyo un poder obscuro. Contaría muchos episodios de vida regional si recordara como en la muerte de un su amigo político. allí donde la política es convulsionada y primaria como el clima) se vió la escondida mano suya; y otra vez, hombres que estaban a su servicio se apostaron en un camino nocturno a esperar al hacendado con quien tenía un pleito de aguas. Bastó a la infeliz víctima un solo perdigón, venido de entre las matas, como a los pájaros. Pero la Justicia local no es competente para esclarecer tan turbias cosas, y respeta como todas las justicias a quien posee una gran hacienda, dinero y servidumbre.
Nuestro hombre viene a la ciudad y pasea un vientre orondo, unas orejas peludas y unos Para un vestido elegante La Sastrería Grant La que frecuenta la gente de gusto SITUADA 100 VARAS AL ESTE DEL TEATRO AMERICA Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica