60 REPERTORIO AMERICANO OCTAVIO JIMENEZ ABOGADO NOTARIO OFICINA: 50 varás al Oeste de la Tesorería de la Junta de Caridad.
TELEFONO 4184 APARTADO 338 llas. los treinta o treinta y cinco años ya le han ocurrido a uno en esas tierras del sur, tantas cosas: amores, duelos y melancolía.
Puede uno dar lecciones sobre la experiencia del mundo. Empieza la música tenaz de los recuerdos. Ya las nuevas aventuras que sobrevengan se ordenan en un cálculo exacto, se disponen como en una Matemática del sentimiento, segura, includible. uno sabe la primera palabra que ha de dirigir a la mujer que le agrada; ya faltan ilusiones, pero sobra sabiduría. Todo puede disponerse en adecuado arte escénico. siendo ya tan sabio, usufructuando un denso pasado, la muerte no es una terrible amenaza. Luego mi amigo me habló de la muerte, pero no adelantemos los acontecimientos. Recuerdo que abrió su baúl mundo y fué disponiendo en la pequeña habitación sus trajes y corbatas, simétricamente pendidas de los colgadores. Eligió el pañuelo de color con que realizaría su primer paseo neoyorquino, alineó los zapatos en orden militar amarillos, negros y hasta esos antipáticos zapatos blancos que se usan en el trópico y luego me preguntó dónde podría comprar nueva ropa de invierno.
Le di la dirección de Wanamaker, cuya gran casa, verdadera Babel de la ropa, produce en nuestra pupila criolla uno de esos asombros que los yanquis piden a sus visitantes.
Es tal vez la mayor tienda del mundo.
De donde Wanamaker puede usted salir disfrazado de asirio o de cazador ecuatorial conduciendo su piel de tigre, o con un frac mejor que el del Principe de Gales. Ante estas tiendas de Nueva York, todo lo demás que exista en el mundo parece provincia. mi, por qué negarlo, me gusta la buena ropa dijo mi reciente amigo. Es uno de los placeres primarios que uno anhela en Sur América. Hay pocos ideales allá y todo se concentra en la persona. La conquista de la hembra empieza como en los pavoreales, por nuestro plumaje. Por ello no extrañe usted que antes de preguntarle por los médicos de Nueva York, averigüe por las casas de modas. Pero usted viene enfermo. de un mal muy grave. Quizás a morirme a Nueva York. morirme, a los treinta y cinco años. Pero antes que esto ocurra, tendremos tiempo de bebernos un trago. No tome alcohol, absténgase de mujeres me dijo un médico de mi tierra al despedirme. Ya ve usted cómo yo cumplo esas prescripciones. más que todo, el temor de morir alla, me lanzó en esta empresa. Imagino que en este mundo sajón uno debe morir en forma más usual y menos trágica. En los hospitales de Nueva York, tan blancos e higiénicos, la muerte de uno quizás no interese a más de tres personas: a uno naturalmente, protagonista del drama; a la enfermera que lo cuidó, al médico que le pasaba revista todos los días.
En nuestras tierras, ya sabe usted, aquello es horrible.
Ambos teníamos la funambulesca evocación de la muerte, cuando recorre aquellos caserones de la provincia tropical, colgando paños negros de las pilastras del corredor oyendo las salmodias de los curas, entrando en puntillas a las altas alcobas encaladas y enladrilladas, donde viejas mujeres con manto de planideras, se acurrucan para gimotear.
Un realismo desagradable. Hay todavía esa oración de agonizantes que se reza cuando la cara del que va a morir se torna marfilina; cuando un olor de formol anticipa la tragedia, la vela del alma da una luz verdosa, y en la oración se van juntando esos adjetivos amarillos y violáceos que en nuestra lengua española son como la coloración de la muerte: livido, trémulo, amoratado. Después, en la casa, unos hombres vestidos de negro bebian brandy toda la noche y en una pieza vecina martilleaban el ataúd. Esos ataúdes redondos, negros, con horribles adornos de metal que allá se usan dijo mi amigo. para no seguir en el macabro recuento, nos fuimos a beber un trago.
En el subconsciente de mi amigo me había dado cuenta estaba trabajando el rostro de Eulalia. he aquí la trágica lucha entre su instinto y su enfermedad.
Entró Eulalia, como evocada, dándonos el espectáculo de vestir en nuestra presencia su primer abrigo de pieles de la estación. Bellos brazos; realiza para nosotros, al moverlos, un jubiloso escorzo de gimnasta. arroja en la habitación su optimismo.
Para Eulalia tienen sentido las estaciones, y habla del invierno en relación con su cuerpo. Tiempo de patines; tiempo de los cantos interminables del Metropolitan. Es el Metropolitan la más rumorosa jaula de gorjeos que exista en el mundo. Toda la ópera, todo el canto coral, toda la música, allí se hunde y zigzaguea como en un pararrayos. Tiempo en que se comen en Nueva York las doradas uvas de Almería o los duraznos de Chile o los carnosos zapotes de Cuba. la fiesta de Nueva York concurren las latitudes antípodas. Pero le veo a usted enfermo dijo a mi amigo. Formaremos contra la niebla una liga del sol latinoamericano. Nos vamos a divertir mucho este invierno? le preguntó mirándole. Quizás respondió mi amigo con esos labios que hoy estaban descoloridos de bhilarzia. Por qué dice: quizás? Tengo un médico amigo en Riverside. El doctor Moller, que lleva un peligroso apellido alemán en estos tiempos de patriotismo. Ello le obliga a no exagerar el precio de sus visitas.
Es serio y consciente, como buen alemán. Voy a traerlo, a ver si sus recetas le devuelven el optimismo. No se moleste usted respondió mi amigo Esperaré que pase este ataque, para irme al hospital.
Pero Eulalia, que deseaba anunciar a la ciudad y puerto de Nueva York el estreno de su abrigo de pieles, ya salía de la habitación, Para esta muchacha dinámica las calles tienen signos y combinaciones como los naipes del poker y debe ser con su pelo negro, la agilidad de sus piernas y la armonía con que sintetiza el desenfado yanqui y la gracia criolla, una como Emperatriz de los subways.
Volvimos a quedar solos mi amigo y yo. Bella muchacha dice después de un rato. como si extrañara la familiaridad que conmigo tiene Eulalia, pregunta de improviso. La ama usted?
Es en un momento en que se ha reclinado sobre la cama, y como al descuido, miró su rostro en el cercano espejo. Tiene ahora una decisión extraña en la mirada. Henos aquí ante el hombre pasional, pienso súbitamente. Amigo le contesto después que uno ha vivido dos años en Nueva York, el amor, por lo menos como lo concebimos los suramericanos, carece de importancia Aquí el amor es una cosa dulce, apropiada a la hora del té, como los pudings de la cocina yanqui. Aun hay otros que emplearon el amor como remedio hipnótico, después que se leyeron en la noche todos los periódicos. Dos años en Nueva York le enseñan a uno a conocer la amistad con muchachas como Eulalia; una amistad aséptica, esmerilada y libre de todo virus pasional. Así, mientras que en el sur, tal vez hubiera amado a Eulalia, aquí sólo he sido su amigo. Fuimos juntos en el verano a Atlantic City, pero teniendo el cuidado de no confundir nuestras cuentas de hotel. Se llega de este modo a un delicioso estado de anestesia erótica. Es la única manera de diverHoy, 21 de noviembre, mi amigo debió quedarse en cama. Bhilarzia fué la extraña palabra que pronunció, cuando entré a llamarlo para un convenido paseo por las tiendas de Nueva York. Antes de irse al hospital mi amigo queria adquirir las modas de invierno, esos holgados sobretodos de desdeñosa trabilla que combinan con el sombrero de alas sueltas y que imprimen al yanqui invernal un aspecto tan firme. El invierno entraba ya al puerto de Nueva York como un oscuro trasatlántico, y una página de The Herald estaba negra de observaciones metereológicas.
Largos trenes por las praderas centrales traen a la ciudad los productos con que se llena el vientre neoyorquino en estos meses de frío, de música y de ruidosa vida social. Los diarios publican diagramas económicos, y desde la ventana de este octavo piso la ciudad parece andar la vasta niebla la proa de sus rascacielos. Quien sale en un día semejante; además, mi amigo había amanecido con un nuevo ataque de su mal.
Se acordaba del médico, de la necesidad de llamar al médico, en el momento en que Eulalia, la muchacha cubana, parecía impulsarlo a un neoyorquino romance de amor.
Dr. JUAN JIMENEZ GUIER DENTISTA AMERICANO Ofrece sus servicios en su despacho situado 125 varas al Norte del Gran Hotel Costa Rica. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica