StalinViolence

REPERTORIO AMERICANO SEMANARIO DE CULTURA HISPANICA Tomo XXX San losé, Costa Rica 1935 Sábado 20 de Abril Núm. 15 Año XVI No. 727 Manuel Magallanes Moure, el chileno El conde Lucanor (y Entre el puño de Stalin y la quijada de Mussolini La historia viva.
SUMARIO Gabriela Mistral Una conversación entre Stalin y Wells Azorin Luis Alberto Sánchez Sigamos con John Strachey Victoria Ocampo El renacimiento de un género literario Juan del Camino Arturo Mejía Nieto Manuel Magallanes Moure, el chileno Por GABRIELA MISTRAL De El Sol. Madrid MI. Magallanes Moure Mondada, el otro maestro de su generación, sintió y sirvió la poesía como operación de intensidad y de síntesis, según diría León Daudet. Manuel Magallanes fué hombre que entendió la poesía como un ejercicio melódico, liso y llano, y como un juego de ritmos.
También éste nació, al igual de MonJaca, en mi provincia de Coquimbo, pero en paisaje muy otro que el salvaje de los cerros de Elqui. Nació en La Serena, ciudad la más española del país, rastro guardado íntegro de la Colonia, dentro de un ambiente no poco levítico de gentes pulidas y muelles.
Un patio de casa no logra menos tráfico que las calles de esa ciudad del exacto nombre; el clima perfecto, sin agriura de invierno ni sofocos de verano, más la ninguna industria local, han hecho de La Serena una ciudad en que la criatura no conoce la violencia física ni las otras, sino en unos ponientes arrebatados, que tal vez no turban a nadie porque tampoco los ven los serenenses.
Andaban en este hombre nuestro algunas sangres aventureras; el Magallanes le venía en soslayo del Portugal y el Moure de Colombia. Los dos sumandos de razas dulces y letradas han debido hacer su diferenciación del chileno común. Era hombre aristocrático y de naturaleza rítmica. Ni en vida ni en arte conoció convulsiones y saltos. La derechura de su línea poética dice una gran lealtad a sí mismo, y sus cuarenta años sin sucesos cuentan un disfrute regustado de lo que le cayó en suerte: patria y temperamento.
Blanco, puro y un hermoso varón para ser amado de quien lo mirase: mujer, viejo o niño. Tal vez las cabezas poéticas más bellas que han visto valles americanos hayan sido las de José Asunción Silva y la de nuestro Magallanes. era una belleza con hechizo, de las que trazan su zona en torno. Un teósofo diría que su aura era idulce. Porque la voz hacía conjunción con el cuerpo fino para volverlo más grato aun. Perdida voz de amigo que suele penarme en el oído: cortesía del habla, que además de decir halaga.
Todavía más: una extrema pulcritud personal de traje y de manera.
Cualquier raza habría adoptado con gusto esta pieza de lujo. Yo miraba complacida a ese hoinbre lleno de estilo para vivir, y sin embargo, sencillo. Se parecía a las plantas escogidas: trascendía a un tiempo naturalidad y primor.
No conoció eso que llamamos lucha por la vida. y a causa de ello también no se le veía jadeado de cuesta ni descompuesto por erizamiento de despechos.
Ni rico ni pobre: le dejaron lo que Horacio quería, y él se quedó con eso a gusto. Parece que no tuvo nunca ejercicio oficial, excepto una curiosa gestión ide alcalde de San Bernardo, y sin cargo oficial, andaba metido por bonita gana en gestiones por nuestra cultura, que eran más útiies precisamente por no llevar encima voluntades gubernativas.
Su poesía se resuelve en el amor de la mujer y en una inirada minuciosa de la naturaleza.
Este, como el otro, cuando no estaba enamorado, se sentía huero de toda cosa y también de sí mismo. La sensibilidad no puede escoger otra cosa que la mujer decía. y después, lo que se parece a ella.
Entre un amor y otro caían sobre él unas grandes desolaciones, lo largo de nuestros centenares de cartas, yo le recetaba, para relleno de csos hondones, un poco de fe en lo sobrenatural y de búsqueda de experiencia interior.
Pero era de su tiempo; habían hecho en él su feo trabajo racionalismos y materialismos, levantándole en torno el cerco de cemento armado de la incredulidad redomada, que él no saltaría nunca para cebar los ojos a mejores vistas. El dúo de las cartas era copioso e inútil; pero continuó a lo largo de cinco años El se sentía con cierta obligación de cuido sobre ni poesía, yo con la de un vago cuido de su alma. No llegamos a nada fuera de conocernos un poco y de acompañarnos casi sin cara, porque hasta entonces no me había visto nunca.
Alguna vez le dije sin creerlo que la mujer lo banalizaba y lo tenía viviendo a la deriva. El me contestó que una teología no lo haría a él más cabal que una mujer. la razón tal vez era suya, que tan completo, tan alerta y tan digno anduvo por este mundo.
Su poesía, suave y pasada a melíflua, tiene poco que hacer con el alma nuestia. Había nacido entre nosotros para darnos la utilidad de la contradicción, pagarnos ciertos saldos de la raza y cubrir algunas ausencias en nuestra espiritualidad.
Sus géneros fueron los avenidos con su temperamento: la canción, el madrigal, la balada, alguna vez la elegía en tono menor, en varias ocasiones la jugarreta con los niños, todo esto realizado con aereidad, donosura y un arte consuinado en varias composiciones.
Amoroso, gran amoroso, sin espesuras de sensibilidad criolla y también sin laciedad romántica.
Entre líricos sentimentales. y hay tantos que el bosque sigue tupido, ni empalaga ni da sonido de metaloide: su sentimiento verdadero le redimie de la plaga del tiempo y le saca del montón en que quedaron hacinados los otros cómplices de la plaga becqueriana de nuestria América.
Su don de armonía hace grato el repaso de sus poemas. Los estridentistas dirán lo que quieran; pero de tarde en tarde la oreja busca sola, como el ciervo el viejo manadero, las armonías de esas especies de antepasados que nos Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica