REPERTORIO AMERICANO 21 RINCON DE LOS NIÑOS (Lecturas)
EI León y el Hombre Por MANUEL ROJAS De Travesia. Novelas breves. Ediciones NASCIMENTO. Santiago de Chile, 1934 Lacerca Dibujo de Sánchez. 1934 En lo más alto de una montaña y en un chiflón que un minero abrió al seguir una veta mineral que se agotó pronto, vivían León viejo y su hijo.
Para el primero habían terminado ya los días de la juventud, aquellos lejanos y alegres días en que sus patas, elásticas y firmes, recorrían los confusos senderos de los bosquecillos cordilleranos, deslizándose silenciosamente entre los quillayes y los boldos, como una inquietante mancha amarilla que en el otoño se confundía con el color del paisaje.
Estaba ahora viejo y achacoso, réspetable de vejez y achaques.
Para el segundo, en cambio, empezaban aquellos alegres días.
En sus tiempos de mocedad, aquel León viejo fué el terror de los caseríos y fundos comarcanos. Vivía entonces a su lado la compañera de sus días, una Leona de ancho pecho y pesadas patas, de piel nerviosa y brillante, ágil en el salto y veloz en la carrera. Cuántas noches de aventuras con cuántas de amor en la soledad de las montañas! Salían de la guarida al atardecer, cuando el águila, inmóvil en el aire, a gran altura, recogía en sus ojos y en sus alas las últimas luces del sol; bajaban hacia el valle por atajos conocidos por ellos, y al anochecido marchaban ya sobre las primeras vegas cordilleranas. Saltaban limpiamente las pircas de piedras y ramas de espino y sorprendían a los animales perdidos o atrasados, sembrando la muerte y el terror entre los pacíficos piños de engorda. Toda la noche, dueños de la soledad y del silencio, sus pasos suaves recorrían el campo y sólo regresaban al cubil, marchando perezosamente, cuando la noche empezaba a palidecer en la cima de los cerros y las claras estrellas se diluían en una claridad mayor.
Así transcurrieron los hermosos tiempos de la juventud, que el viejo León, ahora medio ciego y casi inválido, recordaba todos los días a la hora en que la noche echa a rodar su río silencioso sobre el mundo. eso fué así durante mucho tiempo, durante años, hasta que un día el Hombre que vivia allá abajo, al pie de los cerros y en el nacimiento del valle, se aburrió. Era pobre, su chacra era pequeña, su ganado escaso, muchas veces ajeno recibido para engorda y las piraterías del León causaban gran estrago en su modesta hacienda. Era preciso terminar con ellas. una tarde limpió y engrasó cuidadosamente su carabina, llamó y reunió junto a sí a todos los perros del contorno, buscó el rastro del depredador y acompañado de otros hombres esperó en la entrada del valle a los nocturnos visitantes. Como era inteligente, preparó una celada. Una vaca vieja e inútil, amarrada a una estaca, fué el cebo. En la noche la Leona cayó sobre ella como una masa tibia y elástica que emergiera de la somlizaba para cazar perdices y conejos y que por fortuna estaba cargada.
Un instante después, el León recibió en la lustrosa piel del flanco una perdigonada estruendosa que lo hizo huir lamentablemente.
Pero el León volvió de nuevo. Quería disputarle al Hombre palmo a palmo su dominio. Esa vez lo cercaron los perros contra un matorral y sólo pudo salvarse a costa de la muerte de cuatro de ellos.
En la última excursión que efectuó, los perros, que también veían en él a un enemigo, lo descubrieron desde lejos, olfateándolo, y se avisaron entre sí ladrándose de rancho a rancho, despertando con ello la curiosidad y la sospecha del Hombr que acudió a los ladridos armado de su temible carabina.
Acosado por los perros y sintiendo silbar cerca de sus orejas las balas calientes y redondas, el León fué arrojado hasta el nacimiento del valle, donde el Hombre, después de dispararle un último balazo que troncho junto a la fiera un gracioso tallo de huille florido, le gritó, amenazándolo con el puño. Juna grandísima. No volváis más pu aquí! el León no volvió más. El Hombre no era ni más valiente ni más fuerte que él; pero era, en cambio, más inteligente y tenía perros y armas y sabía tender lazos en los caminos del bosque. El León había visto conejos y zorros apresados en ellos. Además, el Hombre defendía su trabajo y cuidaba su prosperidad, ambicionando que todo estuviera bajo su dominio inmediato.
El León abandonó la partida y subió a su montaña. Tenía un hijo pequeño, que le dejara su vieja compañera, y a él dedicó el resto de sus días. de este modo, la ley del Hombre, afirmada por la carabina y los perros, imperó sin contrapeso desde donde nace el valle hasta donde muere el río, y más allá aún.
ella y bra y la vieja vaca se derrumbó sin un gemido. Pero en ese mismo instante diez disparos de carabina atronaron el aire y veinte perros salieron corriendo tras las diez balas.
Alcanzada por varios proyectiles quedó tendida junto a la vaca, manchada de rojo su piel azafranada, y el León, lleno de coraje, excitado por los ladridos y los disparos, se lanzó sobre los perros, aplastándolos con las poderosas patas y abriéndolos como sandías con las afiladas garras.
Pero las carabinas hablaron de nuevo y otras diez balas buscaron en la noche el cuerpo del León, Exasperada por el dolor de un tiro recibido, desorientada, la fiera saltó, cayendo entre los hombres escondidos detrás de una pirca; hirió a uno y a otro y luego huyó, desapareciendo bruscamente en la obscuridad.
Volvió a los pocos días, cuando el Hombre, confiado de nuevo, dormia tranquilamente.
Mató sin ruido a los perros que encontró a su paso y sin ser sentido llegó junto al rancho del Hombre. Al dar vuelta alrededor de él, tal vez buscando una entrada, encontró, estacada en la pared que daba hacia el oriente, la piel de la compañera de sus días. Furioso, la rasgo de cabeza a cola con un araña.
zo brutal, que hizo oscilar la delgada pared y despertó al Hombre.
Extrañado del ruído, el Hombre se sentó en la cama y escuchó ¿Qué podía ser aquello?
Oyó un jadeo profundo y agitado que no podía ser producido por un ser humano y se levantó a mirar por el pequeño ventanuco de su rancho. Junto a la piel rasgada de la Leona, el León, lamiéndose las garras, parecía aguardar a alguien. Trémulo de alegría, el Hombre buscó a tientas su carabina; pero tan anhelante estaba que no pudo hallarla ni recordar el lugar donde la había dejado. Lo único que econtró fué una vieja escopeta que utiUna mañana de principios de primavera, el viejo León, echado a la entrada del chiflón que le servía de cueva, tomaba el sol, dormitando. El aire era fresco y el sol tibio. Un poco más allá, en la orilla de una pequeña planicie, desde donde se dominaba una parte del río, que por allí corría entre altas gargantas antes de echarse al valle, estaba el León joven. Era un magnífico cachorro, robusto y ágil, consciente y orgulloso de su robustez y agilidad. Había entrado ya en la pubertad y su cuerpo era apretado de músculos y de nervios; las patas eran ya anchas y vigorosas y los colmillos agudos y fuertes. Todo él pedía aventuras, carreras, saltos, peleas, violencias. Los instintos de los animales de presa bullíanle en las venas. Criado entre rocas y árboles, en la soledad y en el silencio de la montaña, sus sentidos eran finos y precisos.
Sus orejas percibían los menores ruídos y su olfato recogía todas las variaciones del olor. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica