72 REPERTORIO AMERICANO DIALOGOS Uno entre la señorita María de Laguna y el embajador de España en Londres De El Sol. Madrid Ramón Pérez de Ayala Es para nosotros un placer muy grande, señor embajador comenzó diciendo la señorita de Laguna el poder escucharle esta noche. Estoy segura de que a todos mis radioyentes (1) les gus taría oírle hablar de sus obras literarias, sobre todo de Belarmino y Apolonio. Muchas gracias, señorita María de Laguna, y como se dice en España, noble pais donde todavía se conservan señoriles modos, el placer es el mío. A1 placer añado además el honor, pues no creo que podamos rendir a nadie mayor ni más delicado honor que escucharla, y si todos fuéramos nada más que alurnos medianos en ese difícil arte saber escuchar, el mundo iría tanto mejor, ya que lo primero que se aprende sabiendo escuchar es que, recíprocamente, no se debe hablar sino cuando se tiene algo importante que decir, que es a lo que alude nuestro refrán proverbio: buen entendedor, pocas palabras bastan.
Lo malo es que temo no tener nada im portante que deciros; pero como obede cer es amar, por amor a mi lengua patria y por amor asimismo a todos los ciudada.
nos del Reino Unido que se interesan y ponen cierta medida de simpatía hacia el más preciado e imperecedero tesoro que poseemos, por gracia de Dios, los hispanos, o sea el habla castellana, obe dezco cordialmente la invitación conjunta de la y de la señorita de Laguna. Obedezco sin rechistar, aun cuan do confieso que me hubiera complacido más hablar de otros grandes escritores españoles mis contemporáneos que de mí, el más humilde, y de mis obras. PeTo sea. Dígame usted, señorita de Laguna.
Como sabe su excelencia, acabo de leerles a mis oyentes un trozo de Belar mino y Apolonio. Quiere usted decirnos, pues, algo acerca de esta novela?
Los críticos opinan que es su obra maestra. Está usted de acuerdo con ellos. Como además de autor soy crítico, si insinuase alguna chanza o malicia acerca de los críticos, saldría yo mismo lastimado de rebote. Imaginad si conoceré a los críticos: es decir, si me cono ceré. Pero tengo que guardar el secreto profesional, que en este caso es más importante que el secreto diplomático.
Hablemos, pues, de los autores, Para nadie es cosa nueva que los autores tenemos algo de madre. Como que se dice: Dar a la luz una obra. Sabido es también que las madres, por una especie de sentido divino de equidad ultraterrena, frente a la inexplicable injusticia cósmica de que unas personas naz can mejor dotadas y sean más felices que otras, las madres, digo, verdaderas (1) Radiado en Londres.
Un discurso de Ramón Pérez de Ayala De El Sol. Madrid Os confieso cordialmente que todo esto de honores y condecoraciones me causa no poca inquietud, porque sé que no he de acertar con una actitud de lucimiento. Cuando, hace algún tiempo, a unos ilustres académicos, muy tolerantes y generosos, se les ocurrió presentar mi candidatura para la Academia de la Lengua, me instruyeron, desde luego, de que debía visitar a todos los demás miemmros de la Corporación a fin de pedirles el voto. Yo me excusé de cumplir la embarazosa condición. Ellos me insinuaron que quizá esta negativa se interpretase como orgullo. lo cual hube de explicarles que al pedir a mi favor el voto yo no podría decir sino una de estas dos cosas: o que, sabiendo no merecerlo, lo pedia sin embargo, lo cual seria pura desvergüenza, o que lo pedía con título legitimo, lo cual yo no creía, y además, si lo creyese, eso si que seria orgullo.
Por fortuna para mí, este razonamiento fue persuasivo. Lo que sucede con esto de los honores y condecoraciones es que muchos vergonzantes ambiciosos de ellos dicen despreciarios, como la zorra despreciata las uvas verdes. de otra parte, los hombres de buena fe, que jamás sofiaron con tales distinciones, los menosprecian al observar harto frecuentemente, quienes los han obtenido y ostentan. En el texto de Retórica que estudie en el Instituto habia este epigrama: En tiempo de las barbaras naciones colgaban de las cruces los ladrones.
Mas ahora, en el siglo de las luces, del pecho del ladron cuelgan las cruces.
Pasa a la pág. 76)
representantes dei Creador en la tierra, dedican amor preferente al hijo más desgraciado. Si los señores críticos se pusiesen de acuerdo (dado como posible que se pongan de acuerdo alguna vez)
y conviniesen que tal obra mía era la peor, en el instante mismo esa obra se ría mi preferida. no sólo por aquello del amor de autor, que se asemeja al amor de madre, sino porque coincidiendo todos los críticos en una misma opinión, lo seguro es que se equivocan de medio a medio; y ahora os habla un critico. Pero vamos ya con mis buenos amigos Belarmino y Apolonio. Esta obra representa la segunda época de mi producción hasta ahora. Todos los autores, malos y buenos, y no ya los autores, sino todas las personas, atraviesan en su vida por dos épocas. Dicho de una manera simple y escueta: en la primera época, el mundo soy yo; todo lo que en el mundo no se ajusta a mis deseos, ideas o conveniencias, es absurdo o malo y debe corregirse; yo llevo dentro de mi espíritu un mundo ideal, intinitamente mejor que el real. En la se gunda época, que se suele llamar de madurez, yo he llegado a darme cuenta de que soy una partícula más, insignificante y transitoria, en el dilatado con junto del mundo; que mis ideas, deseos conveniencias no los he originado yo, sino que me han sido legados e infundidos por la acumulación tenaz e infatigable de innumerables generaciones, y finalmente, que cuando la realidad no ajusta con mi ideal arbitrario, no es la culpa del mundo, sino que la culpa se debe a mi falta de inteligencia y comprensión de la realidad. La primera es la época subjetiva y lírica. La segunda es la objetiva y dramática. Repito que estas dos épocas se hallan en todos los autores, malos o buenos. La diferencia consiste en que con los buenos el lirismo de la primera época es más elevado y universal, y el dramatismo de la segunda época encierra más profunda, amplia y permanente interpretación del universo. Cuando se trata de novelistas, en las novelas de la primera época predomina la autobiografía en las de la segunda época, la experiencia humana valedera, la riqueza y firmeza de caracteres, gran comprensión, en suma. En ejemplares extraordinarios de escritores, no sólo geniales, sino además favorecidos por la Providencia con la gracia de la vida dilatada, después de esas dos épocas, ya en la vejez, suele venir otra ter cera, que me atrevo a denominar simbólica, por cuanto el escritor, habiendo llegado a formar una filosofía completa de la vida, la expresa por medio de ac(Pasa a la pág. 75)
es la algunos