REPERTORIO AMERICANO 381 Elegia hogareña Por JOSE SANTOS CHOCAHO Envío del autor. Santiago de Chile, agosto de 1934 cien danzas presididas por un ritmo fugaz.
En mí, iba el hilo de sus horas siempre corriendo en santa paz, como el de las madejas que ella hacia, en sus manos, lentamente, girar.
Ve como en la almohadilla, en firme guardia, las agujas están alrededor del hueco fúnebre del dedal. Cojo el dedal, con la ilusión de que en su fondo gota de miel destilo el dedo maternal; y, como abejas irritadas, las agujas el corazón me empiezan a punzar. Yo soy el cofre mobiliario, hecho con tablas de jacaranda, en que tu madre atesoraba lindas cosas de los felices tiempos que nunca volverán.
Chapas de bronce reluciente hablante de la tenacidad con que tu madre le contaba a la gamuza su deseo de ir dando brillo con suavidad.
Más de una vez, piel de vicuña er mi tapa sabía improvisar asiento para ti, cuando eras niño y a oir te disponias un cuento maternal. No sé, por fin, si abrir el cofre. y ver los restos de la que fué dichosa Edad, o si sentarme en él. a oir de nuevo los cuentos de Aladino y de Simbad. Tras de la muerte de mi madre, la vieja casa en que he vivido ayer no más, se me figura un cementerio, en que los muebles inanimados como cadáveres estar.
Al irse el alma de mi madre, el mobiliario fué sintiéndose abandonado, hasta quedar inconsolable en el reposo de su mortuoria soledad, Yo me imagino que, también como mi madre, el mobiliario, para siempre, duerme en paz.
En los rincones, las arañas urden telas de una sutil prolijidad, cual si colgase sus cortinas el Misterio en la inquietante lobreguez del Más Alla; y sobre el polvo de que, ass, van cubriéndose los muebles, se adivina la flaca mano que la Muerte puso, apoyándose, al pasar.
En el ambiente de mi casa solariega, hay un sopor de Eternidad; y me parece que en el fondo del silencio, como fantasma, cada mueble, con lenta voz, empieza a hablar. Yo soy la cuja en que ella ha muerto y tú naciste: por mí, tú entraste a la inquietud; ella, a la paz.
Hizo ella, en mi, el milagro de tu vida; y en mi, supo el misterio que urde la Eternidad.
Noche tras noche, en el colchón de blandas plumas he recogido las fatigas de su trabajo en el hogar, hasta ofrecerle el dulce sueño de que, por dicha para ella, nadie la puede despertar.
Sobre mis cuatro pies de bronce, bajo el dosel de albas cortinas de transparente levedad, en la penumbra del materno dormitorio. repara bien soy un altar. Altar a un tiempo del Amor y de la Muerte, la cuja me hace efecto patético y ritual; y caigo de rodillas, preguntando. Oh madre. Oh madre. En donde estás. Yo soy la antigua ontoda de cedro, en que guardábase la espuma del holán, con olor pimienta y a vainilla, en cajones cerrados por llaves que en un bar colgando, así, de la cintura de tu madre, han de alegrarte los recuerdos con su repique musical.
En mi, se confundieron tus ropas infantiles con las que usó tu madre anciana ya: y se hizo en mi la comunión de blancas hostias de su postrer sudario con tu primer pañal.
Sábanas y pafuelos de batista guardo de ella. Los quieres. Los podrias usar. Abro un cajón que es ataúd de ropas blancas: y, emocionado, busco en él la funeral sábana en que mi madre durmió la última noche.
y sólo hallo pañuelos en que poder llorar. Yo soy el lavatorio de mármol, cuyas venas pueden las de tu madre recordarte quizás.
En mi, ella acicalaba su figura, recogiendo a dos manos el trémulo cristal.
Así, en mi espejo de óvalo sclia recortarse su busto, lleno do majestad, como si en el azogue se animara el retrato de alguna matrona de otra Edad.
Si tienes sed, besa la esponja humedecida con que se remozaba soñando un manantial.
Acaso el lienzo en que enjugábase, te ofrezca, entre los priegues escondida, la viva copia de su faz. Miro el espejo; y es un charco de lágrimas salobres como el mar.
El jabón me hace resbalar en un abismo.
Siento que el peine en la cabeza se me convierte en un zarzal. Yo soy la silla de vaqueta del abolengo colonial, en que tu madre se sentaba a decir cuentos o a buscarse en los libros un rato de solaz.
En los dibujos aprensados en el cuero de asiento y espaldar, me ha dejado ella, vagamente, los contornos de su figura señorial He sentido en mis brazos apoyarse los de ella, con el resuelto afán de enderezarse, toda llena de juveniles energias, sobre su ancianidad. Me siento yo en la silla de vaqueta, que es cual trono vacío; y, mudamente, me pongo, cabizbajo, meditar. Yo soy la palmatoria de níquel cincelado, en que, en la medianoche (sombra, silencio y paz)
tu madre, en lo alto de bujía vigilante, encendía una estrella familiar. Le palmatoria recogió el último aliento de mi madre quizás, con que apagó ella la bujía que, en suspendida lágrima, hoy llarándola esta. Yo soy el Crucifijo, que oprimia tu madre contra su pecho al expirar.
Yo recogi eu beso último y su última mirada.
Yo recogi su alma inmortal.
Alzo yo el Crucifijo entre mis manos. Si en él pudiera el alma de mi madre encontrar. Y, con el Crucifijo en alto, busco, para salir, la puerta. Doy, en la obscuridad.
contra el espejo luminoso del armario: al ver un traje, pienso yo que la sombra se torna corporal. me quedo suspenso, cual si hubiese logrado abrir le puerta de la Eternidad.
Súbito, el áspero crujido de algún mueble huesos que se quebrantan haceme sospechar; pero después, de lo más alto del Misterio, vuelve a caer, a plomo, silencio sepulcral.
Tal siento que, tras de la muerte de mi madre, en el fondo de mi alma, queda muerto mi hogar. Yo soy el costurero, en que las manos de tu madre lucian su docta agilidad, mintiendo al aire con la aguja