188 REPERTORIO AMERICANO Don Juan Montalvo Por LEOPOLDO GARCIA RAMON Sacado de La Espalla Moderna. Madrid. Edición de febrero de 1889 (Véase la entrega anterior)
y moral Dios: despierta, y se en toda reel mente está cos, y sólo se escogi no período de Juan Montalvo Nunca podido vo. La vida intelectual sigue necesaria mente una marcha paralela. Esta inteligencia, trabajada por el idealismo, enamorada de la belleza, de las cimas en hiestas, de los genios luminosos, que no siente la más mínima curiosidad por los que están abajo, abajo, en los infiernos de la pobreza física que se apiada del pobre, y le socorre, y le dedica palabras dulces, pero desnudaría para pintar las asquerosida des de su cuerpo y las deformaciones de su alma, encuentra en las exageracio nes y ampulosidades románticas algo que refleja su propio ser. Afortunadaya empapado de los clási se le conoce la influencia francesa en lo extremoso de las imágenes: es pensador, y no olvidará que sin el sostén de los huesos la carne más apretada se desmorona, y sin ideas no vale nada la frase más sonora da; pero los escritores modernos de su predilección, los únicos que prefiere y elogia, han de ser los que están preparados para comprender bien, con ardor de sectario que se afilia en decadencia de una secta. No es crítico; no posee la curiosidad universal, carac terística del genio crítico, dijo SaintBeuve: es exclusivo, y sólo puede amar a los que están en un corazón con él. Qué es Víctor Hugo para MontalOigámosle, pues la apreciación es muy elocuente. Victor Hugo se ha elevado tanto sobre sus sus compatriotas y sobre el mundo, que su frente está resplandeciendo allá, perdida casi en las nubes. Este anciano prodigioso, maravilla de de nuestros tiem pos, sonará en la posteridad, así como el viejo Homero hace con su nombre el ruido que las épocas civilizadas y cultas del género humano. Hugo está poseído por una divinidad profética, esas maldiciones, esos consejos, esos reproches, esas promesas, esas negativas con las cuales nos llena de luz o de obs curidad, de gozo o de melancolía, de es peranza o de abatimiento en la de la vida, por donde vamos adelante en busca de ese todo, hallaremos al otro lado de la sepultura.
sea nada, que Víctor Hugo, aun en sus delirios inco nexos, es sublime; ni ni puede ser de otro modo cuando sus pensamientos y afecciones. Si vuela, es águila. si ruge, león; si se agita, mar, se encrespa, sube en montes; si des ciende, es abismo: se obscurece, baja, baja, y envuelto en las tinieblas arroja de allá adentro esas voces que, como rayos que suben, llegan a la tierra ahogadas en luz divina. No hay quien resista su poder: los astros le franquean su fuego; las estrellas le cuentan sus amores; los ángeles hablan con él, rompiendo el universo en viaje invisible las copas de los árboles, un baño de suave melancolía toma su alma, olvida sus tratos con los espectros y los muertos, y suspira y se queja como persona que oculta pesadumbres en el corazón.
Antes de que rompa el alba, es la estrella matutina; a a mediodía, sol: de noche, luna inundada de tristeza. Dejad que amanezca he allí que el ruiseñor se sacude para ponerse en punto, y mira al cielo, y canta en inefa ble gozo la belleza del mundo, la gloria del Omnipotente. Esta cita es una pro fesión de fe idealista, regla El idealismo impenitente de Montalvo procede también de su aversión al naturalismo francés. Admirador ciego de Fabiola, El vicario de Vakefield, Clara Harlow, Los desposados, Chactas y prender la novela naturalista? La llama monserga atroz.
y me escribe un día: Entre usted y yo hay un abismo respecto de los novelistas de París: yo los abomino, y no vela de ellos sino para despreciarlos y detestarlos más y y más. Dios me guarde de manifestar por estos autores. Flaubert, Goncourt, Zola una admiración que nunca he podido sentir, y de irme con la corriente de este género de literatura que, por dicha, no ha de pasar a la posteridad. he sen tir: verdad pura, no puede sentirla, no Su odio, odio verdadero, quita toda lucidez a su juicio. Me alegro muchodice de que en la América española na sean oídos los nombres de Flaubert, Daudet y Sardou. Como si Sardou fuese naturalista! No hay protagonista de novela que no se fume doscientos cigarrillos durante la acción cuando con asombro le pregunto dónde, en qué novela está un fumador tan incansable, responde: En dos páginas que por cu riosidad leí una vez del afamado Albercuatro cigarrillos. pase lo de afa que también es afamado el empalagoso Jorge Ohnet; pero no pase que Delpit sea naturalista, co mo no lo son Alejo Bouvier, ni Richebourg, ni el endiablado y fecundo progenitor de esperpentos antiliterarios Xavier de Montepin. tal extremo con duce a Montalvo su irreflexiva antipatía, que ni la lengua absolutamente hermosa, única, de Madame Bovary halla gracia ante sus ojos ni salva a la novela. ser inquisidor, quemaría con fruición hasta el último ejemplar, para que se cumpliese su fallo de que esta literatura no pasa a los siglos venideros.
Montalvo, en su juventud, se nos apa rece ardiente como el clima que le abrasó las mejillas, bondadoso, entusiasta, firme y serio; las amarguras de la per secución, de la calumnia, del destierro, aumentan su severidad y rectitud, calman su entusiasmo, mostrándole difienju con esa ora como el? qué niña perd para los mortales. Montañas, rocas, de siertos, hucaranes, son sus amigos: con ellos departe, como Byron. Pero eso grande se hace pequeño cuando da va gidos un cuando se lamenta una desgraciad.
Vedle: ya se apea de su trono, ga las lágrimas de los que padecen, y da cousuelo a las aflicciones con dulce voz de poeta que parece haber na cido sólo para ese humilde santo ministerio. Qué mujer inocente y fervorosa perdida de amor llora como él? qué madre pasionada arrulla como él? qué patriota habla y triunfa como él? qué héroe se dispara hacia la gloria y corre como él? qué sacerdote predica como él?
qué profeta amenaza conio él? qué pontifice infunde respeto como él? qué juez castiga como él? qué monarca fulgura como el?
Brilla como relámpago, estalla como un trueno, declina como tarde, se apaga como crepúsculo, se enlobreguece noche, de obscuridad gloriosa, arroja negros ayes de terrífica armonía. Cuando con su varilla mágica le toca en la frente a la estatua de Enrique IV, yo tiemblo: ese hombre de bronce se mueve, abre el ja de su pedestal, y lento, callado, misterioso, horrible, se pierde en la obscu ra ciudad, hiriendo con sus plan tas las losas del pavimento a sé que lúgubre conferencia con otras sombras coronadas. Relaciones con las estatuas, quehaceres con la tumba, secretos con la eternidad, todo tiene. Pero si se halla en el campo cuando el sol se va a poner, y la luz está rociando horizontalmente mado, la senda o como la y, foco Dios es el es el remate de paso, ba y va no