REPERTORIO AMERICANO 121 ET Destino es cha bón De Caras y Caretas. Buenos Aires De como Juan Pedro Rearte hizo su entrada en el siglo xx.
El discutible principio popular de que no hay dos sin tres nunca fué más objetable que en el caso de Juan Pedro Rearte. Este viejo criollo, que había sido durante quince años cochero de la Compañía de Tranvías Ciudad de Buenos Aires, se fracturó una pierna hacia fines de la centuria pasada. Fué el suyo un accidente alegórico de fin de siglo: el tranvía que dirigía se llevó por delante la última carreta de bueyes que cruzaba las calles del centro. En El Diario de Láinez se destacó este episodio urisano como un postrer incidente de la lucha entre la civilización y la Barbarie; y así, en virtud del descuido que le impidiera detener los caballos de su coche en la barranca de la calle Comercio, Roarte fué investido por el anónimo cronista del carácter de símbolo del Progreso.
El involuntario agresor de la última carreta tucumana fué llevado al Hospital de Caridad, en una de cuyas salas aguardó, con la paciencia de todos los humildes, a que el tiempo le soldara los dos fragmentos de tibia, violentamente separados por el choque y no menos violentamente puestos en presencia uno de otro por el precipitado cirujano que le. hizo la primera cura. El buen discípulo de Pirovano que tenía una obligación de carácter no profesional respecto a una de las posibles asistentes a la quermese del Parque Lezama, organizada por las Damas del Patronato, a fin de ahorrar unos minutos, le acortó en cuatro centímetros la pierna derecha al pobre conductor de tranvía.
En su premura por asistir a aquel acto de beneficencia, había tratado la fractura, que era directa y total, como si fuese simple e incompleta, y dado que entre los milagros que puede obrar la Naturaleza, que son muchos, no se cuenta, sin embargo, el de corregir los errores de los médicos, Juan Pedro Rearte abandonó el hospital cojeando, y cojeando penetró en el siglo xx.
miliar de entonces se llamaba un compadrito. Ahora bien: el compadrito era instintivamente conservador, como lo son todos los hombres satisfechos de sí mismos, y nadie más vano de su persona que aquellos cocheros de requintada gorra de visera, clavel tras de la oreja, pañuelo de seda al cuello, pantalón abombiilado a la francesa y breves botinas de alto taco militar. El orgullo de su condición evidenciábase a cada momento, en los arabescos que dibujaban en el aire con la fusta al arrear los cabailos; en los floreos con que exornaban en su corneta de asta las frases más sabidas de los aires populares; en la vertiginosa destreza con que daban vuelta a la manivela del freno; en la dulzura socarrona de sus requiebros a las mucamas, y en el desprecio burlón de sus intimaciones a los rivales en el tráfico.
Sólo cuando abandonaba la elevada plataforma tribuna ambulante de galanterias y denuestos tornaba el cochero de tranvía a su humilde condición de proletario. Pero esa vuelta a la obscuridad era demasiado breve para darle tiempo a reflexionar sobre lo inane de su orguilo.
Trabajando diez horas al día, faltábales el ocio, engendrador de todos los vicios y, en particular, del más terrible de todos ellos: el vicio filosófico del pesimismo y la timidez.
Arturo Cancela Visto por Valdivia Las reliquias de un contubernio.
a proniulgarse tan sólo diez y seis años más tarde, pero aunque él la hubiese presentido, no habría podido aguardar todo ese tiempo en el hospital.
Es cierto que el efecto más notable de esa ley ha consistido en la prolongación de las convalecencias. Cuando no regía, los heridos en el trabajo diario sanaban rápidamente o se morían, quie es la más completa curación para todos los daños, aunque la más resistida.
Juan Pedro Rearte optó por restablecerse cuanto antes, sin recapacitar sobre la injusticia de su destino ni sobre el egoísmo de la Empresa que, tras quince años de trabajo, le abandonaba a su infortunio.
Nada más extraño a su espíritu que tales especulaciones. Ellas pertenecen, por entero, al historiador de este episodio, quien, como todos los historiadores, mezcla en sus reflexiones el pasado y el presente, lo real y lo posible, lo que fué. lo que hubo de ser y lo que habría debido ser.
La Filosofía de la Historia consiste esencialmente en ese anacronismo constante que tuerce con la imaginación, en todos los sentidos, el inflexible deterrninismo de los hechos. Breve paréntesis sobre Filosofía de la Historia.
Sin embargo, en los días que siguieron a su salida del liospital, Rearte dispuso de algunos momentos de ocio. Apenas en la calle, habíase encaminado a la Administración de la Compañía, donde, tímidamente, como si hubiese desertado por voluntad del puesto, formuló su deseo de volver al trabajo. Le hicieron dar unos pasos para ver cómo había quedado de la pierna. y aunque la renguera era bien evidente, mister McNab, el administrador, dispuso que volviese a tomar servicio dentro de quince dins.
Adernás, le dió cincuenta pesos, junto con el consejo de que acortase tres cen.
tímetros el tacón del botín izquierdo para restablecer, en parte, el equilibrio de su apustura. Rearte se gastó el dinero, si bien no siguió el consejo.
En los quince días que transcurrieron hasta su vuelta al trabajo, casi no abandonó su ordenada habitación de celibatario, que ocupaba desde hacía diez años en una tranquila casa de la calle Perú.
Consagró todo ese tiempo al cuidado de las dos docenas de parejas de canarios que eran el lujo de su existencia y el orgullo de sus condiciones de cria. lor y pedagogo. De lo primero, porque to.
da aquella multitud canora tenía su origen en un solo casal legítimamente heredado de un compañero de pieza, que seis años antes había alzado el vuelo con todos sus ahorros y sus dos únicos trajes; y de lo segundo, porque poseía un arte especial para enseñar a los pichoHizo su entrada, en su nuevo carácter de inválido, con un poco de precipitación. Qué rengo han visto ustedes que no camine apresuradamente, ni qué tartamudo que no hable con atropello?
La lentitud majestuosa es el signo más aparente de la seguridad en el esfuerzo. Nuestros provincianos conocen instintivamente esta ley y abusan de ella hasta el punto de combinar, en algunos casos, ia solemnidad y la tartamudez. Insistimos en que el conductor Rearte adelantó improcedentemente su entrada en el presente siglo, pues aun no se había dictado la ley de accidentes del trabajo que debía ampararlo. Esta llegó El compadrito y el orden social.
Juan Pedro Rearte no pudo pensar, ni aun sentir confusamente, nada de lo expuesto en el capítulo anterior, porque, al igual de todos los individuos de su profesión, era lo que en el lenguaje fa Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica