REPERTORIO AMERICANO 279 rehacer su provisión de mendrugos, o a tomar el sol para no morirse de tedio o de hartura de soledad y sombra. así, repudiado por todos, su vida se semejó al arrastramiento de un féretro ambulante, a cuyo paso el asco y el temor ponían en las bocas rictus de hostilidad o crispaturas de protesta. Hasta la mano del pulpero chino, acostumbrada a soterrarse en el cieno de los bajos oficios, hasta esa mano rehusó el contacto del papel con que Julio Zimens se empeñaba en pagar lo que compraba. Lleva no má. decíale el pulpero, con una sonrisa de caridad forzada. Zimens, cansado ya de verse echado cortesmente con cortesía flagelante de los hoteles, de las fondas, de los figones, acosado por el hambre, tuvo al fin que sofocar las voces de su orgullo de germano, de su dignidad de hombre, y resignarse a aceptar la más humillante de las caridades: la que da de comer.
La compasión pública cayó sobre esa alma solitaria como un escupitajo; una compasión de anhelos homicidas, una especie de lástima con garras, que, de buena gana, habría estrangulado al compadecido. el soportó esta situación seis, ocho, diez años, viendo día a día cómo el círculo de la llaga horrenda se ensanchaba, cómo la molécula, sana ayer, aparecía hoy contaminada y roída, cómo la virulencia se burlaba de los besos purificadores del termocauterio, cómo para esa rosa lívida, hedionda zumante no había el rocío de un milagro. llegó el día en que un gran pedazo de labio superior desapareció completamente, dejando al descubierto una encía purpúrea y unos incisivos amarillentos, que parecían ansiosos de morder; que la nariz irreprochable quedó convertida en un triángulo oscuro, viscoso, cóncavo; que uno de los ojos comenzó a desorbitarse y a tomar un estrabismo siniestro. allí en su tugurio, solo, abandonado, insomme, comenzó a dudar de Dios y a meditar contra sí mismo. Concibe usted, señora, los pensamientos, ansiedades, rabias, dolores, tristezas, desencantos, maldiciones y odios que chocarían en el alma de ese bendito réprobo. Concibe usted que se pueda vivir siendo hombre y perro a la vez. Querría usted haber vivido por un instante la vida de Julio Zimens? Confiese usted, señora, usted, a quien en su niñez le enseñaron a creer en la tragedia del Calvario, que por encima de los padecimientos de Jesús han habido y habrán en todas las épocas, padecimientos más tristes, más hondos, más sombríos. más dignos de una redención también.
La muerte de Jesús fué un triunfo, y él tuvo después del descendimiento siquiera el regazo bendito de una madre. Bien se puede morir así por el hombre, señora. Pero vivir y morir como Zimens. Ah, murió al fin Julio Zimens!
Creí que todavía vivía en la montaña, que había vuelto al lado de su bella y digna consorte, exclamó la señora Linares, siempre atrincherada en su ironía implacable. Qué había de volver! El infeliz no puido tener ni el consuelo de padecer entre los suyos. Después de repudiarle su mujer, de echarle de la misma hacienda, solicitó ella, por consejo de sus mismos hijos, autorización judicial para, enajenar el fundo. El desastre completo. Zimens tuvo el rasgo señoril de no oponerse ni protestar contra esas miserias. cómo sabe usted tanto de su vida, doctor? Todo lo que va usted contándome parece una novela. Por él mismo, señora. Una mañana, la mañana última de su vida, llegó Zimens hasta la puerta de mi despacho. digo hasta la puerta porque por más instancias que le hice para que entrara,. venciendo por supuesto todo mi horror, él no quiso pasar del umbral. Seguramente adivinó en el gesto involuntario que hice al verle, que su presencia me había disgustado. Con el paraguas en una mano y el bastón en la otra, la cara semicubierta por el vendajo verde y húmedo, que él procuraba despegarse a ratos, mirábame con el único ojo que le quedaba todavía, un ojo azul, triste, frío, deslustrado, como el de un pescado muerto. Querría usted, señor juez, oírme unos quince minutos? me interrogó con voz rajada, gangosa, que parecía obstinada en no quererle salir de las fosas nasales. Lo que usted guste, señor mío. Pero entre usted, siéntese. Aquí todo el mundo tiene derecho a entrar. Menos yo. Un hombre como yo, está demás en cualquier parte. Figúrese usted que ni en el muladar de Santa Rufina. me consienten. Los chicos me apedrean y los perros me ladran. Pero esto no le importa a usted. He venido a hacerle una consulta. Un juez no es hombre de consulta?
Sonreí y contesté. Usted dirá de qué se trata. Cree usted que un hombre de mi condición tiene derecho a matarse. Nunca hay derecho para hacer el mal y menos contra sí mismo, señor mío. Vamos, le haré a usted la pregunta en otra forma. Usted en mi situación se resignaría a seguir viviendo. La resignación es cuestión de temperamento, señor, y el valor de la vida, cuestión de apreciación. le respondí.
Hay gentes para quienes la vida, por miserable y odiosa que sea, es un supremo bien. Oh, señor. para mí es un supremo mal. cómo siéndolo se ha resignado usted a soportarla hasta hoy. le contesté, con una crueldad que me causó después remordimiento. Sabe usted por qué? Porque hasta hoy he sido un cobarde. unos les basta un segundo para tomar una resolución, a otros diez años, como yo. No es usted creyente. No cree usted en la vida futura, en la inmortalidad y evolución de las almas. Acabo de confesarme. Soy un creyente que cree hasta en la bondad del suicidio. El suicidio es el último bien del que lo ha perdido todo. creo que mi vida tiene una razón de ser, como creo también que en mí hay un poder que puede destruir esa razón cuando quiera. Pero veo que usted me ha eludido la cuestión. No me ha contestado usted qué es lo que haría en mi lugar. Yo? Habría que estar en su lugar primero. La suposición está siempre por debajo de la realidad. El sufrimiento no se supone; hay que sentirlo. Además, el instinto de conservación es tan pode. roso. Y, en medio del dolor, de la infelicidad, siempre hay algo que nos liga a la vida. cuando se es tan infeliz que teniéndolo todo no se tiene nada. Explíqueme usted su paradoja Zimens, con una verbosidad ansiosa de desquite de silencio, con sinceridad que a ratos parecía mentira y a ratos cinismo, tomó de la mano a mi espíritu y lo introdujo de golpe en la sombría y enmarañada selva de su vida, de esa vida que acabo de exponerle a usted, señora. Cuando salí de ahí, tenía el corazón dolorido, los ojos húmedos y la garganta estrangulada por la emoción.
Terminada la relación de su historia, Zimens me preguntó. Ahora, dígame usted, no es verº dad que he debido matarme hace tiempo?
Me limité a contestarle. Si yo no fuera juez le daría a usted mi revólver. El revólver es lo de menos, mi querido señor. Hay cien maneras de matarse. Y, haciendo una genuflexión profunda, se retiró diciendo. Me voy con la satisfacción de saber que hay una religión que perdona al pecador y una justicia que absuelve al delicuente. Adiós!
III Pocas horas después de la extraña visita, la autoridad política me comunicaba la muerte de Julio Zimens en estos parecidos términos: Señor juez de turno: Acaba de ser conducido al hospital de San Juan de Dios el cadáver del subdito alemán don Julio Zimens, quien a las once de la mañana de hoy se arrojó del puente de la Parroquia al Huallaga, según referencias de las muchas personas que presenciaron el acto, entre las cuales se encontraban don Fulano y don Zutano. Junto con el cadáver pongo a su disposición un bastón y un paraguas, que el suicida dejó en una de las tribunas del puente. Lo que tengo el honor de comunicarle para que usted se sirva ordenar las medidas del caso. Qué impresión para usted, doctor!
Qué sarcasmo! dirá usted, señora. usted fué quien instauró el sumario. quien lo concluyó también. Por supuesto, se comprobó el suicidio. Sin ninguna duda. Trabajo engorroso e inútil. Por qué señora? Siempre es útil saber la verdad de una muerte. más útil todavía saber cómo mata la sociedad y cómo un hombre puede ser juez y reo al mismo tiempo.
Enrique López Albújar Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica