122 REPERTORIO AMERICANO tación Caridad. Con una yunta de caballos cada vez más flacos, Rearte llevaba varias veces al día, desde el interior de la estación hasta el centro de la calle, los viejos tranvías, cada vez más viejos, destinados ahora a ser un modesto apéndice de los coches motores.
Llegó a ser, de esta manera, por es pacio de varios minutos, la parodia de cí mismo: de aquel Rearte conquistador y dicharachero que dibujaba con la fusta arabescos en el aire, llevaba un clavel tras de la oreja y tocaba en la corneta Me gustan todas. Me gustan todos. cada vez que se encontraba con una negra.
nes los temas melódicos que él ejecutaba en su corneta de tranviero.
De aquel malhadado contubernio le quedaban a Rearte, además de la pareja de canarios que, a modo de compensación, tan fecunda se mostrara, dos cro.
mooleografías y algunos volúmenes. Es inútil advertir que ni los cuadros ni los libros se habían reproducido como los pájaros. Unos y otros seguían siendo los mismos que había abandonado en su fuga el desleal compañero: El mitin del Frontón. en el que sobre un mar de tres mil galeras, todas iguales, se alzaba coino un peñasco la silueta de lin orado: ilustre; La revolución de Julio. donde la decoración belicosa del Parq:ie contrasta con la actitud estudiadamente tribunicia de Alem; La Unión Cívica: su origen y sus cendencias. Publicación oficial. imponente mamotreto que el tranviero nunca se liabía atrevido a hojear; Magia Blanca y Clave de los Sueños, obra que frecuentemente le era solicitada en préstamo por las vecinas; El Secretario de los Amantes. a cuyo auxilio epistolar nunca le ocurriera. acudir y, por último. Los negocios de Carlos Lanza por Eduardo Gutiérrez, crónica novelesca que había inspirado a Rearte una asombradiz: desconfianza hacia los bancos y las casas de cambio. Un, accidente de tráfico Quince años después de haberse resignado a ser un espectro de su pristina gloria callejera, Rearte llegó a la estación más temprano que de costumbre. El mal de Bright y no ciertamente de aquel Bright de la Compañía Anglo Argentina. hace a los hombres madrugadores. Lamentándose, con las palmas de las manos en la cintura y maldiciendo entre dientes, sentose el viejo conductor en el alféizar de una ventana baja, bajo el cobertizo en que se alineaban los tranvías con el aire juicioso de bestias en pesebre. Frente a él una canilla mal cerrada goteaba isócrona y melancólicamente, agrandando con imperceptible tenacidad un ojo de agua que avivaba con su brillo la hostil fisonomía del corralón. Debe haber estado así toda la noche pensó; cada vez son más descuidados estos serenos. Hijos de tal por cual! Conmigo habían de tratar e iban a andar derechitos.
Quiso ajustar el robinete, pero tras varias pruebas infructuosas en las que no logró más que salpicarse las botas y lastimarse un dedo, la canilla rebelde continuó manando, acompañándose ahora de una especie del silbido afónico de maestra a fin de curso. En pocos instantes el agua desbordó del cuenco de piedras que la contenía y corrió sinus sa al cauce recto y seguro de las vías.
Aquella débil corriente trájole a la memoria los antiguos tiempos, cuando a las cuatro gotas de lluvia inundábanse las mal niveladas calles de Buenos Aires. Por las Cinco Esquinas. qué barriales! Ni con las cuartas se salía del atolladero, y era preciso esperar a que amainase, sentándose con los pasajeros en el respaldo de los asientos para esquivar el agua que llegaba al estribo inundando a veces el interior de los coches. Pero la gente era otra cosa; todos conocidos, todos amigos, sabía uno con quién trataba y a quién llevaba; se podía echar un párrafo y fumar un Sublime o un Ideal con cualquiera, y desde las puertas, en el verano, las familias que tomaban el fresco le daban a uno recuerdos para la familia.
La campana, advirtiendo la hora reglamentaria de salida para el primer coche, ic hizo alejarse de la canilla, sonriendo a los recuerdos y, sumido aún en ellos, trajo y enganchó al acoplado la hirsuta yunta de jamelgos. Eso era lo que nunca había podido llevar con paciencia: ir manejando por las mejores calles de la ciudad, él, criollo de pura cepa española, apreciador y amigo de las buenas bestias, esos caballos escuálidos, alimentados como los cerdos con un revoltijo de afrecho y agua. Verdad es pensó que ni eso len.
Ajustó las cadenas, trepó al pescante después de enrollarse al pescuezo la.
bufanda, silbó entre dientes una diana alegre, arreó a los infelices caballejos con un chasquido de lengua, y con un.
va5. De cómo una sola misina causa puede producir efectos contrarios.
Después de aquel corto reposo doméstico que Rearte consagró a la ensiñanza de los primeros compases del vals. Sobre las Olas a sus cuarenta y ocho canarios, nuestro héroe volvió a la escena de sus triunfos. Volvió algo disminuido en su estatura física, pero engrandecido inoralmente por la gloriosa desgracia que le valiera el suelto alegórico de El Diario.
El cbscuro conductor fué por algún tiempo el campeón del progreso, el destructor de carretas, el símbolo de las grandes conquistas de su siglo en el campo de los transportes urbanos.
Perc, como dice la Imitación de Cristo. toda gloria humana es efímera, y después de muy pocos meses de gozar. la. el propio progreso de que le arniaran campeón lo dejó atrás.
Llegaron los tranvías eléctricos, y aunque Rearte pretendió convertirse en motorman no lo pudo a causa de su cojera, que le dificultaba tañer la campana avisadora. Durante el aprendizaje, cada vez que intentaba el advertidor taconazo, perdía, el equilibrio. Este episodio, que tanto regocijo causó a los otros practicantes, fué motivo de amargas reflexiones para el pobre conductor Así se dijo para sí, con profunda melancolía, el progreso me ha dejado rengo y mi propia renguera me impide seguirlo y hace ahora de mí el campeón del. atraso. así fué, en efecto, pues concluída la electrificación de las líneas, míster Bright, el nuevo administrador, lo destinó al enganche de acoplados en la esJOHN KEITH Co. Inc.
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