REPERTORIO AMERICANO 137 Ideario de Alberto Masferrer De Patria. San Salvador, El Salvador El Masferrer que yo ví viejecillo que desde el primer momento se cogió toda mi simpatía. Hemos publicado unas cosas suyas en Patria. Está muy bien todo eso, mo20. Hay tantas cosas que decir en esta tierra, que faltan facultades. Pero la Universidad sobre todo necesita una sacudida. Nadie mejor que los propios jóvenes para efectuarla. Hay allí muchas cosas viejas. y mal puestas. Allí se necesita escoba dura y bastante agua y bastante jabón y hasta fuego. Trabaje usted. Patria puede recibir sus notas.
Yo puedo y quiero servir a la juventud desde mi puesto, desde el sitio que me dan mis años. Ustedes ahora empiezan y todos los que empezamos, empezanos a prisa. Los años le enseñan recursos al hombre para golpear mejor y para defenderse más fácilmente. Eso nadie puede enseñarlo. Eso ninguno puede aprenderlo sino con la experiencia.
Habló largamente con una apreciación certer? Pegó duro. Acarició, y enseguida, la broma ingeniosa y. sutil cerró la charla. Al despedirme me cogió la mano y me dió una palmadita en el homAlberto Masferrer El de setiembre de 1932.
Alberto Masferrer bro y dijo al amigo que me servía de. Envio del autor. Quito, Ecuador Yo conocí a Masferrer desde la escuela primaria, por sus prosas dulces y diáfanas. Ellas hicieron menos ásperas las lecciones de la lengua nacional que nos enseñaban los maestros oficiales. Directamente lo ví, lo oí, lo quise, lo admiré, ausculté su fase íntima hasta el año de 1929 cuando dirigía el diario Patria de San Salvador.
La monotonía de la vida estudiantil, cierto ritmo pesado de desorientación, me había llenado el ánimo de congoja.
Sin saber para qué, me di a redactar algunas notas de crítica sobre la Universidad. No sabía dónde publicarlas. No había periódico de estudiantes porque el estado de sitio impedía la publicación de esa hoja siempre terrible en sus combates. Se las enseñé a un amigo literato que tenía entrada fácil en el diario de Masferrer. Las llevó a la redacción y una tarde me inflé de vanidad leyéndolas en la primera plana de Patria.
Una tarde Salvador Cañas, que fué mi introductor, me decía que Masferrer quería conocerme. Me llené de alegría al pensar que conocería al hombre mencionado por todos, al escritor que desde niño nos habían ponderado como escritor de dicción donosa.
Una mañana de vacaciones fuí, a la presencia de Masferrer. Entramos a la salita de redacción: sencilla, pocos muebles, cos o tres cuadros sencillos, más propios para un cuarto de bebé que para la redacción de un diario continental como Patria. En la esquina el escritorio con libros, un frasco de tinta como los que los escolares tienen en sus pupitres, varios lápices, un afilador de puntas y un plumero sencillo también, pero gracioso, tan gracioso, como si la cola dc un gallo de raza hubiese sido amarrada a la barnizada batuta de un músico.
Allí escribía, un hombre viejo, cabeza medio nevada; casi en la punta de la nariz, como abuelito, los anteojos de carey. De vez en vez miraba sobre los lentes, como quien se esfuerza por ver entre las reglas de una persiana, y nos decía: Un momento, amigos míos; el terribie Ortiz, el compaginador, mi nuevo amo, está pidiendo desde hace unos instantcs los originales. Ese hombre era Allerto Masferrer.
Yo lo imaginaba inmenso, atlético, fuerte voz. Quien escribiera editorialcs tan valientes, quien hiciera tronar la República debía ser inmenso y fuerte. Pero no. Al levantarse de su asiento salió un hombrecito menudo, irreprochable, con el andar sutil como el de los gatos finos que miran sus sombras que se fijan en la alfombra de una sala. Aseado, pulcro, ropas bien lisas, corbata bien anudada. No había un solo detalle que denunciara descuido en su indumentaria modesta.
Sin mucho preámbulo comenzó el diálogo. Yo me concreté a escuchar el padrino: Ya ve usted, amigo Cañas, viene otro.
Así irán llegando. Patria debe ser un regimiento de mozos aguerridos.
Aquí no admitiremos a los poetas que quieren besar la luna palúdica. Las gentes están hartas de poetas. Había conocido a Masferrer. Mi memoria repasaba sus palabras. Me sentía dueño de algo nuevo. No se qué cosa me había trasmitido, algo que to eran sus palabras, ese algo que lleva el hombre de talento fácil y de corazón abierto. Yo tenía que querer desde ese día a Masferrer. Desde entonces debía de llevarlo muy cerca de mi corazón. El retorno de Plutarco Lejos de su patria, El Salvador, ha dejado de existir el gran escritor de nuestra Amé.
rica Alberto Masferrer.
Su obra no es la de que se forman con un minucioso lujo de estilo, ni de las que pretenden atraerse la simpatía contemporánea en gracia de su novedad. Profundamente sincera, ea de las que ya comienzan a volverse perennes, aun en la vida de sus animadores, por cuanto encierran ideas vitales, proposi.
ciones de renovación que saben de la virtud de las raíces para crecer y fructificar.
Masferrer fué un solitario y este detalle de su existencia coincide con el de las de iguales hombres que se aislaron, en apariencia de renunciamiento y hasta en ademán orgulloso para quienes gustan de lucirse entre el bullicio de los aplausos y el comentario ad hoc de los corrillos, pero que, en verdad, suelen vincularse más profundamente con el destino de los hombres, precisamente porque llevan a su silencioso laboratorio el complejo de las generaciones que muchas veces no saben conocerse a sí mismas por cuanto prefieren pasar con ambición do prisa, pagándose de la dicha deleznable del éxito.
Uno de los ensayos más floridos que saliera de pluma americana nos dió la reveiación de Masferrer, el Ensayo sobre el Destino. Ali se plantea, con gusto de pensador, que no excluye el de cierto descubrimiento filosófico, los problemas de la vida, frente a as viejas corrientes éticas del fatalismo y de la libre voluntad. No hay en ese parvo libro, y la edad de su elaboración, no es, además, recient sima, el pensamiento de nuestros días, explorador eficaz en el campo de la verdad científica, pero envuélvelo cizrta deleitosa aura de poesía y el pesimisrno que se desprende, con sutil contratiempo, de algunas señaladas páginas, es aminorado y disipado y contrapesado por una prédica de fervor, ésta si recatada y sin efusivismo lírico que la llamaríamos semejante a que en (Pasa a la página siguiente)
Masferrer era hombre de pocos apetitos sensuales. Su ración alimenticia cotidiana era reducida, Casi siempre como de enfermo. Legumbres, frutas, mieles, galletas.
Vivia también en un rincón pobre al extremo. La casita quedaba metida al final de una vereda perdida en un Barrio Nuevo, pero no en la parte en que estaban construídas las quintas de corte americano sino hacia allá, hacia donde apenas se levantan las modestas construcciones de los hombres pobres, de los obreros, Pero para el temperamento del Horiibre, aquel rincón era más propicio que una sala de Versalles. Allí tenía Conacaste gigante donde mañana y tarde la algarabía de pájaros le cantaba un coro de las esferas. Allí tenía las filas de insectos viviendo sus vidas de las que el Hombre sacaba sus profundos apólogos.
Tarde a tarde lo buscábamos en su rincón. Nos reuníamos a escucharlo, a provocar el torrente de palabras, de Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica