162 REPERTORIO AMERICANO clava el aguijón consuetudinario! Los otros pesimistas, como el rey Salomón, llegan tarde a esta madurez de la desesperanza.
El aniquilamiento supremo que aconseja el Libro de la Total Extinción de Buda no fué ni puede ser obra de juventud. Schopenhauer es un viejo cascarrabias que nos enseña a ejemplo de los orientales la necesidad de matar el deseo en nosotros mismos para llegar al nirvana, la única ventura deseable. Otros tienen, además, un lupus en el rostro como nuestro decepcionado Remy de Gourmont.
En suina, fueron hombres inapetentes, saciados y reumáticos quienes cantaban en el decacorclio y en el salterio su tardío renunciamiento a toda fruición del vivir panal y beso. Lo original aquí es la juventud arcangélica de este joven suizo, colmad, de todas las excelencias del espíritu y las seducciones físicas.
Tiene dos rostros o dos máscaras. Sus amigos ven durante el día a un mozo risueño y exuberante, eximio mantenedor de paradojas y buen bebedor de cerveza en las posadas de tránsito. Sus más íntimos, como Sherer, se equivocan. Para ellos no cesa de ser un aficionado y alguna vez sc duelen de que tan eximios dones queden frustrados. Porque no saben que el arte mayor de Amiel es la melancolía. Su lámpara nocturna fracta sobre el papel del intimo cuaderno su semblante despavorido donde el mal metafísico y la pascalina enfermedad dejan otra vez su surco de lágrimas.
Hay hombres predestinados para quienes todo afán es inútil, todo pensar inane y toda actividad insensata si no están justificados por una aprobación infinita.
Sin la Causa Primera, el universo les parece vacío. Para crear necesitan creer.
En este giróvago fruir de las horas cuando Pascai sertía el hálito divino del abismo y se agarraba con ambas manos a su escritorio para no ceder al vértigo, Amiel, su hermano contemporáneo, requería también el puerto de Dios. Menos patéticamente, claro está, y sin el retiro de Port Royal. Mas no supo optar, sino sea a medias santo y hombre de la calle, místico y mundano. Siquiera el perfecto quietista y casi diríamos el santo profesional tienen; pese a desmayos y derrotas, la esperanza tonificante del éxtasis.
Por un minuto de espiritual abundancia perdonan la insípida vida. Pero ¿qué recurso le queda a Amiel? Ni el vento (no lo hay para los protestantes)
ni la del falaz donjuanismo que nunca le tentó, ni siquiera la gloria literaria con sus jadeos de labranza.
Este hombre filomélico no se hubiera resignado jamás a ser un excelente buey literario.
Lo patético de su caso incomparable es que nadie iba a diagnosticar mejor su propio daño, profetizando sus fracasos y su incapacidad de adaptarse al vivir común. Con frases del Diario íntimo podemos retratar a Amiel mejor que con explícitos comentarios. Tengo la piel del corazón demasiado delgada. confiesa el de abril de 1851, a los 30 años.
Es Puck y Ariel, el espíritu puro desprovisto de esa necesaria ganga de egoísmo y de grosería, lote común de los hombres viables. Su prodigiosa facilidad para infiltrarse en ajenos sentires, proviene de esa simpatía universal que rebasa los lindes de lo humano. He sido observa él, no sin cierto sabroso humorismo. matemático, músico, erudito, monje, niño, madre, pero también he sido animal y planta. En una exquisita página sobre La Fontaine se quejará de que el ilustre fabulista no tenga mariposas en su colección de moralejas ni utilice a los animales desdeñados como el lagarto y el dromedario. Combato siempre añade con la clarividencia de Don Quijote por los ausentes, por las causas vencidas, por la verdad desatendida. Los más débiles seres se sentían bien al lado suyo. Por poco agrega, y es aquí seráfica la sonrisa los pájaros anidarían en mis barbas como en el birrete de los santos de catedral.
Hay en su caso ni duda cabe barruntos de santidad. En el celeste reparto de beneficios correspondióle uria delicada porción de las almas consanguineas de Fuda y de San Francisco, que se parecen entre sí como el Oriente narcotico puede parecerse al plácido y activo Occidente de Umbría. Sin embargo, su reacción ante la vida es muy diferente a la del santo. La juventud de Amiel comenzó, no lc olvidemos, por la codicia universal de Fausto. No desdeñó precozmente ninguna ventura posible. Confiesa que lee cada año el libro de Goethe y aspiró desde temprano a los goces del mundo, una situación brillante, el amor compartido, los éxitos sociales, los triunfos literarios. Llamo y aguardo al grande, al santo, al grave y recio amor que vive por todas sus fibras y por todas las potencias del alma. escribe en 1852.
Hay grandes ímpetus de alegría o por lo menos de sedancia íntima en esta vida de profesor contemplativo para quien el mundo exterior existe como un reflejo del alma. Los paisajes de su Suiza natal los ha descrito incomparablemente. En Lancy escribe el 31 de octubre de 1852 su famosa frase truncada siempre Cualquier paisaj: es un estado de alma y quien les en ambos se maravilla de encontrar la semejanza en cada detalle. No se parece su espíritu tan luminoso y sedante a un paisaje alpestre? Si la gloria hubiera llamado a su puerta resueltamente, si Amiel hubiera hallado en su camino aquella provisión celeste de mansedumbre y bondad que él les atriuyó a las mujeres, tal vez habría quedado interrumpido en sus primeras páginas el Diario íntimo. Quizás, en más favorable anıbiente literario, pudo escribir con la irónica historia de sus fracasos, La educación sentimental de Flaubert o siquiera El bachiller de Jules Vallés. Pudo ser quincuagenarioel orondo y famoso crítico que deviene el Sainte Beuve de Las poesías de Joseph Delorme.
Es innegable, por supuesto, que la ingénita flaqueza de la voluntad agravo su caso desesperado. Amar, soñar, sentir, aprender, comprender, lo puedo todo con tal de que me dispensen de querer. escribía más tarde en 1865. Pero ese mismo año, cuando lleva a cabo con extraña química sentimental el análisis de una lágrima, colegimos el cúmulo de diarias reticencias que le impiden ser feliz de veras: Los deseos confusos, las secretas penas, las desazones, las resistencias sordas, los inefables pesares, las emociones que combatimos, las turbaciones escondidas, los terrores supersticiosos, los sufrimientos vagos, los inquietos presentimientos, las quimeras contrariadas, las magulladuras de nuestro ideal, las languideces que no pueden apaciguarse, las esperanzas vanas, la multitud de pequeños males insensibles que se acumulan lentamente en el escondrijo del corazón de todo ello se comreconcarrera JOHN KEITH Co. Inc.
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