Ameghino el Vidente Del precioso libro Loores Platenses. En el cincuentenario de la fundación de La Plata. Editorial CABAUT CIA. Buenos Aires. 1932 señas de no saber, o bien los manifiestos descaros de los embaucadores de la sombra. Siguió andando. Le ladraron los mastines del límite, y se oían de muy lejos los religiosos rugidos del león, cuyo nombre era Almafuerte.
Avanzó, peregrino de lo inaudito. El espíritu de la tierra y él, en aquel horizonte todo virgen, se encontraron frente a frente. Me esperabas. Sí.
Ahora bien; hacia el año V, urbis conditæ, esto es nueve años antes de que apareciera en la ciudad aquel león del Señor que llevó por nombre Almafuerte, allegóse a La Plata un hombre que era verdaderamente un sabio. Apareció como uno de tantos viajeros, desaliñado el vestir, desbaratado el andar; como uno de tantos presurosos viajeros de los que venían para aposentarse en los términos de la ciudad nueva. Lo. primero que vió la gente, y quizás lo único en el recién llegado, fué un rostro lleno de serenidad y armonía. Aquel hombre más bien menudo, ágil, ligero, de no cumplidos siete lustros, tenía el transparente aire de un niño, su propia risa, su misma felicidad. Era su vida sana, limpia. Su corazón, vaso de dulzura. Podía llamársele sin mentir, el infinitamente bueno.
Movedizo también como un niño, andaba todo el día, andaba sin cesar, desde la aurora hasta que cerraba la noche. Cómo? La alegría va delante de sus pasos. Es para jurar que silfos del campo lo incitan a que juegue con ellos: los silios del campo que han mirado sus ojos y han descubierto en su azul una claridad dichosísima. Es para jurar que tales seres del aire le dicen, le cantan: Síguenos, síguenos. que él se va con los elfos, para misterios de Dios.
Después vienen los tiempos de sus lejanas exploraciones; una y otra vez se pierde errante en la desolación patagónica.
Se creería que ya no volverá jamás, que los genios del aire y los secretos oráculos de la tierra le han aparejado sobrehumanos embrujos. Son los tiempos de sus exploraciones hacia los siglos, hacia los milenarios que fueron. Si por el camino adelante avanza leguas, hacia lo hondo de los yacimientos desciende inmensas edades. Su ojo se vuelve adivino. Las piedras son testimonios para él, y cuando coge barro entre las manos, acontece que en ese barro empieza a palpiitar la vida. Un día encuentra en una cañada, vasos, cuernos, flechas, punzones. Se estremece de adivinación. Oh, lo eterno! Nada menos que enormes épocas de prehistoria es lo que mueve entre las manos: animalidad, inconsciencia, primeras formas de la ley moral, fuerzas. Fuerzas ciegas y fuerzas de ojos abiertos; rastros de guerras, de cataclismos; alfarerías increíbles. De dónde vienes, Ameghino?
Conteste, si lo quiere. De atravesar los versículos del diluvio, desde aquel en que está escrito: Toda carne había corrompido su camino obre la tierra. hasta el que dice: Aquel día fueron rompidas todas las fuentes del grande abismo y las ventanas de los cielos fueron abiertas. bien ¿qué viste en suma, Ameghino?
Responda si lo quiere. He visto el verdadero rostro de Noé. en las supremas lejanías nunca de otro alcanzadaş, aquel hombre que era el sabio por antonomasia, se puso a la faena de revolver una tierra todavía más vieja que la del Paraíso. Polvo de siglos, cenizas de eternidad, lodos primordiales. Entonces, a su conjuro, se levantaron colosales fantasmas, imponentes, monstruosos, de faunas y floras abolidas. cada nueva hondura, se trocaban los telones del universo, giraban los ejes de la geografia. Todo esto al correr de inmensas calígines por un aire tórrido. Giraban los ejes de la geografía, y se configuraban continentes de fábula. La Atlántida se mostró entera, latitud por latitud, a la evidencia científica. Platón tuvo su recado: Tu Atlantida, probada. Una y otra vez se trocaban los telones del universo.
Ora había selvas donde hubo mares, ora mares donde había selvas. Montes cionde costas. Costas donde montes. Todo cam.
biaba en la sucesión de los tiempos, y comparecían en las sų pi cesiones milenarias, otras tierras, otros seres, otros cielos, otros ángeles. se poblaba el cosmos de habitantes gigantescos, de una vida mitad por mitad somnolencia y quimera. Dinosaurios de pesadilla y de espanto, dcscomunales reptiles. El instinto erraba ebrio. Las especies, acá herbívoras, allá carniceras, no habían elegido aún su definitiva senda biológica.
Era la niñez de las formas y la mascarada general de los seres de ensayo. Los seres todos parecían disfrazados, o de lo que eran, o de lo que habían de ser. La debilidad se mezclaba extrañamente con la fuerza. Tortugas grandes como islas se movían perezosamente sobre el medio indéciso del primitivo barro. Entretanto, el Vidente, andaba por aquellas regiones sin nombre, sorteando colas, protuberancias, garras, anillos y astas tilosas como cuchillas, propiciando megaterios y glyptodontes, tan semejantes a dioses tediosos entre aquella fauna de orgía.
Rehacía las aniquiladas formas. Reconstruía como cn éxtasis las edades que un día fueron. Asceta de un nuevo tipo, pasábase las horas y las horas, connaturalizado con los elementos, sumergido en el agua de las cañadas. Podía rectificar, incluso desmentir, en queriéndolo, a más de un falso notario de la divinidad. Porque sabía más que otro alguno cómo habían sucedido las cosas y conocía como el que más, los registros cósmicos del hombre.
Es el genio de la verdad en marcha, el portador de esa antorcha, a cuya luz suele alegrarse más la inteligencia delante de un firmamento estrellado; luz de amor, coloreada de coraje y encendida de honradez, si capaz de yerro, inca paz de capciosidad ni de embuste. Es mucho? El Vidente supo más, harto más que todo esto. Llegó tan lejos, tan cosmogonicamente lejos, que ya confinaba aquella zona de aguas siempre dormidas a que había llegado, con la divinamente inicial en que el espíritu de Dios se movía sobre el haz de las aguas.
Pero el sabio escrutó vanamente el ilimitado espacio, sin alcanzar cosa alguna de Jehová. Porque Jehová pasó como un viento que no vuelve, según las aguas se fueron volcando hacia esta parte de la vida, trocadas en piedras y huesos, bajo el mandato de la palabra. Sea. eternidades ha. sólo en este punto hizo el sabio, signo de no comprender.
Pero lo comprendiera o no, ahí dejaba sus huellas por la arcilla de unas tierras más viejas que el Paraíso. era la mayor de las rarezas de tan preclaro varón, emerger del seno de tantos y tantos arcanos y arcanidades, como quien torna de indiferente pasco. volver a tus calles, Ciudad de estos loores, en nada desemejante a la numerosidad de los hombres que andan el rumbo de su trajín; él, tan glorioso, que Europa, digo el mundo todo, se volvía silencio y oídos a las revelaciones y portentosas nuevas de su voz. allá va el Vidente. Ha ultrapasado hasta las últimas fronteras de los testimonios humanos, por unos arenales en que se acababan yertas, yermas todas las noticias de los libros. las palabras sucedían los gestos que hacían Arturo Capdevila Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica