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360 REPERTORIO AMERICANO Montaigne, o el filósofo a la jineta. De La Nación, Buenos Aires ra Vebe nehu 26 Thitez partnerima sobierzufins Michel de Montaigne. El hombre de la torre tal la figuración clásica de Montaigne.
Los rasgos de esa imagen dispersos en el famoso libro son los que forzosamente llaman la atención de los lectores cultos que constituyen mayoría en el público de los En. sayos. Un hombre reflexivo, amante de los libros, nutrido de humanidades, y aunque sociable, tan amigo de la soledad que para procurársela en medio de la vida doméstica hizo arreglar todas las dependencias para la habitación permanente en los tres pisos de una torre esquinal de su castilio, debía ser considerado como filósofo de gabinete. No es que quienes trataron de reconstruir su figura hayan olvidado la complejidad del personaje, sino que, die todas las representaciones concretas que de él se pueden hacer, la que mejor indica a la mente modarna la indole meditativa de Mon.
taigne es la de su vida en la torre.
Ese refugio inaccesible en que el.
pensador se substraía a la comuni.
dad conyugal, filial y civil, para cstar a solas con sus pensamientos y sus libros, ha quedado en la imaginación de las gentes como el marco natural de la pensativa figura.
Exacta en sí misma, la imagen del hombre de la torre es incompleta por lo que deja en la sombra. Sobrę, todo si se la quiere presentar como la principal. Porque tanto o más impor.
tante que el pensador solitario es en Montaigne el hidalgo sociable; que el enclaustrado voluntario, el amante de aire libre; que el sedentario, el andariego. de mí sé decir que cuando, como todo el mundo, impelido por la índole de los Ensayos. quiero figurarme a su autor, antes que el ceño adusto de un dómine encerrado, se me aparece la go.
zosa fisonomía de un hombre a caballo.
Cierto que Montaigne es uno de los escritores más librescos que existan. Pero también es el menos libresco. Pocos han superado la calidad de sus elogios sobre el placer intelectual de la lectura.
Pero nunca dejó de dosificarlos con el recuerdo de los inconvenientes de la vi.
da sedentaria a que ella obliga, si se la toma con una pasión correspondiente a su mérito. Su propia manera de leer no se parecía en nada a la de un sabio de gabinete. En su famosa biblioteca no hacía más que hojear los libros, yendo, entre paseo y paseo, de uno a otro, sin orden ni concierto. aunque jamás, ni en la paz ni en la guerra, viajaba sin su dócil compañía, pasaba días, meses, sin abrirlos, los usaba casi tan poco como aquellos que no los conocen, aprovechákalos como los avaros sus tesoros pa.
ía saber que cuando le placiera podía disfrutarlos.
sus hombros con tan pesada carga. de su espíritu en el encietro del retiro, que lejos de quedarse quieto, como caballo desbocado se toma cien veces mayor tra.
bajo para sí del que por otros se tomaba. de las expresiones ajenas que para hacer suyas desfiguraba al citar, como ladrón de caballos, les pinto la crin y la cola, y a veces los dejó tuertos: si el primer aino los hacía andar al paso, yo los hägo trotar, y si él los tenía de andar, yo los pongo en el tiro. de sui permanente estado de preparación para la muerte, que precisa estar siempre con las botas puestas, listo para partir. y así al infinito.
Incapaz de fijar la atención por mucho tiempo, estimulado a la reflexión por el movimiento, y embotado por la quietud, cuando sertado poco asentado, amante de la soledad pero también de la sociedad, al mismo tiempo impedido de caminar por achaques físicos y la indignidad de andar a pie y odiando, coches, literas o embarcaciones, no le quedaba otro medio de satisfa.
cer su afán de locomoción que el caballo. Tanto se acostumbró al noble animal, que podía estar mon.
tado sin sufrir los cólicos nefríticos y sin aburrirse, ocho y diez horas seguidas. tanto llegó a amarlo, que en sus Ensayos dice honrar a maravilla la respuesta de un soldado joven a Ciro, que le preguntaba por cuánto daría su caballo, con el que acababa de ganar una carrera: Con gusto lo dejaría por adquirir un amigo. y que siéndole igual morir de un modo que de otro, si tuviera que elegir, preferiría que fuese a caballo, antes que en una cama.
Lejos de estar en contradicción con sus hábitos de estudio, esa pasión por el movimiento que la equitación le permitía satisfacer tan cumplidamente, era una misma cosa con su hambre y su sed de saber. Tanto como el mundo de la introspección que escrutaba en el aisla.
miento de la torre, le interesaba el mundo exterior a él, de la sociedad y la naturaleza, seguro de que los modos ajenos lo orientarían en el conocimiento de las propias peculiaridades. Sólo una vez, en su luna de miel con la meditación, cuando empezó la redacción de los Ensayos. hizo suyo Montaigne el Solitudo, sola beatitudo. de San Bernardo.
Después exaltó siempre otras felicidades en alternancia con aquélla. entre ellas la de viajar, que tanto se avenía con su pasión por el movimiento.
Además, si el torrente de citas que enturhia las páginas de los Ensayos revela un temperamento. qué se dirá de los modismos de equitación, que cons. tituyen el fondo más rico de sus imágenes concretas? Montaigne lo decía ca.
si todo con el auxilio de un clásico grie.
go, latino o moderno. Pero en proporción infinitariente mayor se valía de las cosas del caballo para hacer sensible sus pensamientos. La contextura de su lengua es profundamente idiomática. Pero los modismos que más abundan en ella son los de equitación. eso sí revela una modalidad espiritual. Para no citar sino los más bellos, Montaigne decía, del horror del vulgo por la muerte, que debía ponerle al asno las riendas en la co.
la; de los que se pierden en digresiones, que es difícil detenerse en la charla y cortarla cuando se está en camino, y que nada hay en que se conozca tanto la fuerza de un caballo como en una parada en seco. de los espíritus inquietos, que hay que tenerlos de la rienda para que no se echen de aquí para allá por el vago campo de las imaginaciones; de un templado, que era el hombre más paciente que conocía para refrenar su có.
lera; de su temprana convicción sobre la dificultad de la ciencia, que lo había asentado en su montura y tenido de la rienda a su juventud para que no carga. Michel de Montaigne, Journal du voyage en Italle pour la Suisse et Allemagne, Colección Hier Les cuvres representatives. Paris, 1932. La Introducción del editor Edmond Pllon es excelente. Pasa a la regina 363. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica