REPERTORIO AMERICANO 135 Elogio de la Isla de Puerto Rico Envio de la autora. Nápoles, Italia los niños de Puerto Rico en recuerdo de su Gabriela.
tando la sal como un grano pegado a la comisura, y si el mar es padre para la vista, es madre por este saboreo. En esta atmósfera está bien cualquier cuerpo, pero los mejores están como en ninguna parte y se ven cabales y se sienten cabales.
Al cocotero no se le ocurre existir en otro ambiente que lo borronee y aquí se ha puesto a doncelear.
Como el cocotero hay que hacer para sabernos nuestra sombra e ir a la isla antillana donde la luz nos recorta y nos confiesa.
Estas son las cosas de mi isla de.
Puerto Rico que yo veo juntando los párpados, no tanto que las busque en el golfo interior donde se me vuelvan símbolo, ni entreabriéndolos tampoco tanto que la tierra de Cuba me las confunda con las suyas al igual de las caras de las dos hermanas que desesperaban al de la canción, como nos desesperan las confusiones.
Estas son las cosas que navegando el Mar Caribe y dejando atrás mi isla pequeña, con las gentes que en ella quiero y me quieren, venía yo mascullando en el. aeroplano, por deseo de que no se me olviden ni en el mañana que está cerca ni en el nunca que no está.
Estas son las cosas que si no vuelvo nunca a Puerto Rico haré que me cuenten y me recuenten para que no se me deformen con el recuerdo recreador que es el mío, el cual rehace los objetos por pu. ra ansia de resurrección y así los desfigura. Estas son las cosas que en este trance me mandarán mis amigos, en fotografías, o bordadas en punto de cruz, o talladas en la calabaza del coco, o en simples cartas de un grafismo de Epinal.
Estas serán las cosas que cuando me muera, si quedamos un tiempo como dicen, entre el cielo fino y la tierra gruesa, yo bajaré a verle a mi Puerto Rico, en ese vagabundeo arrastrado de niebla de las cinco de la mañana, que hacen los muertos, Gabriela Mistral Como la vió Amighetti, cuando ella pasó por acá (1931. Los cocotercs. Los cocoferos se dicen enseguida, las palmas, que no se cuentan. cada indio muerto el español plantó una palmera viva, rehaciendo el paisaje lo mismo que la raza, para olvidarse de la isla pa.
sada, con indios y sin palmeras.
Cuarenta días de mi vida me estuve mirando este cielo nuevo para mis ojos, listado de cuellos vegetales, estriado al millón de palmeras, especie de telar que hace las urdimbres y deja que el canto de los pájaros y de insectos locos pongan la trama invisible pero vivísima.
Después me van a parecer los otros cielos como desnudos, vacantes de este soberano coro botánico. Cocoteros en procesión de Panateneas, palmares en masa trashumante que ha hecho un alto por no sé qué signo de orden; palmas agrupadas en tertulia familiar, que cambian gestos de amigos. Ellas se tocan por la cabeza y se huyen por el cuerpo; y suenan arriba duramente, pero siempre resulta una melodía en lo bajo lo que en lo alto es choque de cabezas crinadas.
Catorce cosas son, y se me parten en porciones de siete que es como todo se.
me divide en la miga de la memoria; pero cada una es tan excelente que vale las trece restantes y me hace mucha falta en la dicha si se me queda afuera.
Hay que leerlas sin pensar que las alabadas más brevemente sean mediocres sino que por decir algunas ansiosamente se escapan con un solo golpe de aliento.
La tierra. La tierra de Puerto Rico se dice en primer lugar, ya que es la mesa en que voy a acomodar las demás para lucirlas.
La tierra es más blanda que en parte alguna y no ha hecho sino intentona de montaña en la sierra única. El resto del territorio es una arcilla menos que arciila, tan suave por servicial que el demiurgo ha debido hacerla después de las tierras de cuarzo y pedrusco, cuando la palma ya tuvo gana de amasar pulpa para descansarse.
Al que la cultiva no le cansa y al que la camina le va mimando los pies. La metáfora de los caminos que nos sangran no sirve para ustedes, Cheyremont y Torrens, puertorriqueños. El bochorno la quebrajea ocho horas, y la lluvia le junta los labios enseguida, y aunque ríosríos no tiene, sino casi ríos, el río cotidiano y vertical de la nube la asiste sufi.
cientemente, Colinas. Las mil colinas se dicen las segundas. Cosa tan blanda como ese suelo tenía que rizarse al igual que el cabello dócil; cosa tan dulce tenía que puerilizarse, y clla se puso a hacerse o a dejarse hacer ondulaciones jugando consigo misma. Alguno habrá contado la cifra exacta de esas colinas, tal vez el felibre (1) Ramírez, que es el hombre que más averigua esa tierra, y si yo viviese en la isla, como no le dejara colina por subir y bajar, me la sabría también.
Los fabulistas que vengan deben inventar fábulas sobre este capricho del suelo de redondearse moños, de amasarse jícaras boca abajos y de dibujarse caracoles sentadas. Los indios caribes sin duda las hicieron; pero fueron barridos de la isla y ahora están acostados con su folklore entero en lo oscuro: un mito al lado de cada calavera seca. La atmósfera. La atmósfera se dice la tercera. El cielo tropical es absoluto, de un absoluto teológico, y de lo que he visto yo en este mundo nada convida como este cielo tropical a pensar, a querer y hacer las cosas en el orden de perfección de este cielo que agota el azul posible.
El mar está ahí, el mar está allá. Con caminar poquito se le deja y con caminar poquito se le vuelve a hallar: maravilla de la Isla y de las islas. En las otras tierras el mar es ribete del ojo y pizca de sal en la boca; en las islas se anda regusEl café. El café se cuenta el cuarto y pudo también contarse antes porque es el vestido botánico grande, y fino, y eléctrico, de la Isla.
Tan ardiente y tan tímido como suelen ser algunos ardientes, el café teme al mismo sol que le hace su frenesí y pide caperuza de tutor que lo ampare y lo refresque. La guava cumple el bonito menester; pero en Ituado lo sirve nada menos que la poma rosa. causa de estos gustos mixtos de frescura y bochorno, el cafetal anda trepando por lomas y quebradas. Como es el follaje cobijador el que se luce, al cafeto hay que buscarló por las finas oscuridades de lo bajo, donde los ramilletes rojean con una ardentia confesada en el verde austero.
El cafetal de Llauco culebrea por las colinas con listón o mancha, siempre velado, y siempre delicado en la penumbra y vivaz de su fuego guardado. La tierra se llama Llauco, así con nombre dipton.
gal, para que se oiga bien, y al forastero que pasa le apuntan este nombre a fin de que no olvide que éste es el café arcángel entre los cafés ángeles del mundo, el trozo clásico del producto prócer. 1) Pelibre, el cronista reglonal de la Provenza. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica