300 REPERTORIO AMERICANO Clasicismo colombiano Envío de la autora conjuntos, vuelve como el enamorado, a los detalles, y alaba la raza en los niños, en el templo mayor bogotano, en el Pantheon guardador de los mejores, en la Los ojos ¡Musa: canta los ojos por los cuales penetra al ser la Luz. No la sagrada ceguera de los mármoles glaciales que contémplalo todo sin ver nada, cual es la de los Dioses inmortales.
Claros, verdes, o grises, o de oscuro terciopelo emolieate, así hubo cuantos.
Cuántos hubo nostálgicos, de un puro.
color, que me inspiraron estos cantos y no verán los hombres del futuro.
Cuántos también en que átona subsiste la patina fugaz de ciertos bronces, cuya expresión de nébula se inviste sí, a los expertos ósculos, entonces cobran vago color de cosa triste. aquellos otros perfidos. Divino.
pigmento suyo equivoco en que el alma batida por la fuerza del destino fué. O, náufraga en su piélago de calma, tembló como ante el vórtice marino. Bellos así otros nunca enardecieron sangre viril con impetus más rojos. Jamás las noches árabes fulgieron con el húmedo encanto de esos ojos que en voluptuoso éxtasis ardieron. Más hondos que ese tálamo en que ardiente Babilonia al pecado se rindiera.
Lechos que, ebrios de sándalo ferviente, tanto en ébano el Africa esculpiera como en cedro del Líbano el Oriente. La norma fiel. El mensaje de Colombia, venga de la mano que venga, de hombre maduro o adolescente, es siempre el clasicismo, más o menos temperado, en mixtura liberal con lo moderno, por cortesía de la sensabilidad hacia la época, pero clasicismo siempre.
Cuando revisamos los libros y las revistas de los años más frenéticos del modernismo, en el que disparatábamos todos, creyendo ruvendarizar, Colombia, la constante, ponía en la mesa de la locura dos ases modernistas que no eran atrabiliarios y que por no serlo durarían: Silva y Valencia. Después, los locos han vuelto al cauce, y los colombianos que nunca se salieron de él sino de medio cuerpo, dirán mirando a los arrepentidos que ellos tuvieron razón.
El modernismo nos trajo entre sus halagos de vocabulario y de música gala, el halago dañino de la facilidad. Facilidades en la imitación, facilidades anchas en la versificación y facilidades en la composición corta. Los sensuales que somos nos prendimos especialmente a la última. Nos justificaba un poco el venir saliendo de una época de odas tan malas como largas, y daba gusto leer poemas cortos en dedada de miel y hacerlos en la misma dedada. Abusamos en esta comɔ en todas las cosas, echando a perder lo que en sí es bueno hasta que se relaja. La reducción del poema bajo de la oda y la silva al soneto, a la cuarteta, al hai kai y a la línea sola en una pulverización. El poema para el abanico, que dicen los japoneses, se nos ha vuelto la inscripción para la sortija cuando no el soplo sobre el agua.
Nuestro amor de la brevedad arranca, en buena parte, de nuestra congénita pereza: hacer lo menos posible o hacer que hacemos.
Pero los colombianos que forman una especie de trópico aparte, aunque jugaran a veces al microscopio en el precioso poema de Carlos Luis López, se quedaron con su costumbre entera de com poner en grande, de desarrollar el tema hasta su último miembro.
El libro Lauros de Rafael Vásquez, que comentamos, tenía que venir de Colombia por las dos normas apuntadas de clasicismo y de trabajo de aliento. Doscientas páginas contienen diez y siete poemas.
Epica. La colección se abre con un canto a Colombia de una filialidad encendida. Alaba el poeta la indole de la casta, que él empadrona dentro de la latinidad (1. alaba la tierra colom.
biana, que es tan varia y tan preciosa siempre, como la Venus, en los perfiles permanentes y en los casuales; y alaba a sus próceres, nacidos a la medida de semejante naturaleza.
Embriagado de una embriaguez que no es retórica, aunque se valga mucho de la retórica, después de un avizorar los Canto aquellos pletóricos de luto donde wa pesar a! scóndito perdura: los que son, en su círculo absoluto, tras reflejar un inundo sin ventura, mansos, como las órbitas del bruto.
Todavía esos otros. en que yerra limpio el zafiro cósmico. En su abismo perennemente diáfano, se encierra la faz toda del ámbito, lo mismo que en los ojos azules de la Tierra.
Sin embargo, otro3 hay que revecencio más allá de la muerte. No me nombra ya su voz. Pero aun los evidencio perpetuamente abiertos en la sombra como dos grandes flores de silencio. Más dulces, bajo al párpado sedante, que ese nimbo en que, tácita y ambigua, vimos, como a través de un velo errante, tornar desde una noche muy antigua la imagen del ensueño más distante. Los suyos? Sí, los suyos que alegraron las horas al deleite consagradas. Violetas pensativas que aromaron mi espíritu de amor, más ya cansadas de perfumarlo tanto, se agostaron!
Pupilas hoy de turbias refracciones. Quién sabe si, al relámpago imprevisto con que selló la tumba sus visiones, como los de Perséfona, no han visto la pompa de las muertas Estaciones!
parroquia de la infancia y en la casa familiar. Me quedo con la tendida alabanza de la casa, a causa del ambiente colonial logrado en ella con fragancias lentas, con colores cenicientos y con tactos dulces de vejeces (de las Vejeces mismas de José Asunción, que mucho le queremos. La Selva de Mármol que es la necrópolis bogotana, le hace regustar el motivo anterior, sumergirse en las aguas ancestrales en una especie de rito esotérico y con una pasión que tal vez sea la más absoluta de las que el poeta nos confesará. No quiero olvidar el elogio que me ha removido más entre los que Vásquez aplica a sus patricios. Optimos en la suerte propicia y en la suerte adversa óptimos. los llama, y no puede decirse cosa mejor del hijo de Adán, cuyo natural es el de ser dulce en el sol y ácido en lo tenebroso del racimo.
Elegías. Gusta encontrar, volviendo la hoja, una elegía para el muerto que mejor le amamos a esa Necrópolis desconocida: La Elegía que parece deber de cada poeta americano a José Asunción Silva. Por qué para él y no para otros? Porque es aquel de los nuestros que se fué sin que la América le pagase la gloria que le debía y sin que la vida, deudora peor, le entregase suficientemente los placeres de que el gran pagano hubiese, vivido hasta la sesentena. Vásquez, el clásico, ama a Silva por muchas cosas, pero sobre todo por la elegancia. La manera como en el tiempo apareciera, trayendo su elegancia por bandera, como uno entre diez mil. Puede decirse como uno entre el millón. No nos nace aún el segundo José Asunción, elegante por naturaleza y no por aspiración como en los exquisitos nuestros que han caminado sobre sus pasos. La marcha del Apolo no se aprende.
El tono del libro, que es noble de toda nobleza en cualquier parte, culmina tal vez en la Elegia Paterna. donde Vásquez ha buscado lo que el amor de calidades quiere siempre: decirse, para gozarse afuera de sí mismo, y contar a. la criatura amada para que la disfruten los que no la vieron nunca. Este padre que enseñó a lapidar como joya de severo esplendor el decoro. y que al decir la bendición sobre los alimentos hacía caer del techo encalado la gracia sobre el grupo doméstico. lo vemos en su estampa cargada de patriarcalismo español Las. Elegías. tan abundantes, no echan sobre el volumen un olor feo de osario que también en poesía huele la muerte ni una monotonía de maitines.
El mismo se lo ignora, cristiano voluntario que él es, pero este sentido apaciguado de la muerte, esta ausencia de alarido judeo cristiano, esta vaga aspiración al retorno en carne, limos paganos son, que le han dejado sus clásicos griegos, y el Evangelio corre sobre ellos Claros, verdes o grises, o de oscuro terciopelo emoliente, así hubo cuantos.
Cuántos hubo nostálgicas, de un puro color, que me inspiran estos cantos y no verán los hombres del futuro.
También de otros me acuerdo. de otros cuantos!
Rafael Vásquez (1) Muy dudosa es nuestra lot nidad tropical. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica