200 REPERTORIO AMERICANO EN EL XCV ANIVERSARIO DEL SUICIDIO DE FIGARO.
Evocación romántica Envio del autor Fosca y triste era aquella tarde de febrero en que ambulábamos, al azar, por las intrincadas calles de la villa y corte de Madrid. Sin saber cómo, sin darnos cuenta, fuímos a parar a la castiza y vieja calle de Santa Clara. Esta vía, que no está retirada del centro, es estrecha y corta. Las dos hileras de casas vulgares que la forman, recortaban la tira gris de un cielo de cinc. Uno que otro transeunte pasaba de prisa, entumecido y espoleado por el frío. En el atrio de la vecina iglesia de Santiago, una orquesta de ciegos gemía desgarrando las notas llorosas y suspirantes de la romanza final de Tosca, y ese adiós a la vida, en una mañana de primavera, rimaba exactamente con ese adiós a la tarde en un crepúsculo invernal. Qué extraño presentimiento nos detuvo ante la casa Nº de tal calle? No lo sabemos. Miramos a la fachada y descubrimos al punto una lápida de mármol con relieves de bronce, en la que contemplamos, en un medallón, la silueta romántica de un hombre joven, y leímos estas palabras orladas de laureles. Aquí vivió y murió Mariano José de Larra (Fígaro. 1809 1837. como si esta lápida hubiese tenido el mago poder evocatriz de un conjuro, por ella penetró, hasta el fondo de nuestro ser, toda el alma del Romanticismo, y no vinieron a nuestra mente envueltas cendales de recuerdos, sino que aseguraríamos haber visto con nuestros propios ojos, cobrando el firme relieve de lo vivido, unas escenas de aquella sugestiva y evocadora época de la primera mitad del siglo xix, que se devanában crueles y angustiosas, en esa misma obscura calle, en esa misma triste casa, en una lejana noche también de febrero.
Imposible recordar cuánto tiempo estuvimos clavados en aquel sitio; sólo conservamos en la memoria algo de lo que vió nuestro espíritu. Helo aquí: en Hemos concluído añadió por último la dama, dirigiéndose, serena, hacia la puerta. El caballero la siguió. No hubo ni una frase, ni un reproche, ni un suspiro; nada. Fué una despedida muda, definitiva, cruel. Salió la damå sin vol.
ver la cabeza, y con su rumor frufruante de sedas, se alejó. El caballero volvió a la estancia. Flotaba en ésta la emoción tremante de todos los adioses; un oculto reloj de música cantó una mora, tocando en seguida una nostálgica y te. nue pavana siglo dieciochesca, que también sonaba a despedida; los leños crepitaban dolorosamente en el regazo inflamado de la chimenea; el espejo copiaba la quietud dormida de ese interior. El caballero, después de haber estado un momento en actitud de suprema desesperación, sentado al borde del diván, la cabeza doblegada, apoyada en una mart. y la otra, inerte colgándol a al suelo, volvió en sí y sacando de su pecho un billete diminuto, leyó: Al anochecer, iré. Quema este papel. Un Larra beso de angustia puso sobre el billete, que fué a arrojar a la chimenea. Marcando un surco de. dolor en la macerato, y una larga melena sombreaba su da faz del caballero, resbaló una lágrirostro empalidecido.
ma, silenciosa y furtiva, como una pu Entremos dijo ella, y termina ñalada; ardiente y asoladora, como lava.
mos de una vez.
Después, con mano nerviosa, sacó de la El nada contestó, y cerrando la puer cómoda un objeto extraño, que brilló un ta la condujo a una amplia habitación, momento a la luz de las velas, con un donde fulgían encendidas varias velas, trágico fulgor de metal: era una pistola en dos grandes candelabros de bronce, cargada. Empuñola y fuése hacia el dispuestos sobre una cómoda de cedro. espejo, retrocediendo inconscientemente En el fondo de la estancia, las ascuas al ver reproducida la lívida máscara de crepitaban en el seno de una ancha chi su rostro en el cristal alucinante. Mas, menea, sobre la cual, rodeada de volviendo inmediatamente, apoyó resuelmarco negro, descansaba la luna inquie to la pistola sobre la sien calenturienta, tante y profunda de un gran espejo. AI que sintió el beso frío, mordiente, fatal lado opuesto, una consola y un diván an del cañón; y después de haber estado tiguos, un sillón frailuno. En la pared, unos instantes en esta actitud, siempre un crucifijo de marfil palidecía expiran contemplándose en el espejo, disparó.
te, mostrando sus carnes amarillentas, Un ruido sordo, apagado, sin eco, des.
que las luces de la estancia teñían con plomándose pesadamente el cuerpo del reflejos leonados. Una vez allí el caba caballero. Todo quedó en misterioso y llero y la dama, aquél dijo a ésta: trágico silencio. Un. hilillo de sangre. Pero ¿será posible que ya no me manando del agujero mortal de la sien quieras?
derecha, esmaltaha la faz blanquísima, Nada contestó ella, y en torno se hizo que las luces de la estancia encendían a un silencio abrumador.
veces con fulgores llameantes.
La pis ¿Será posible que entre nosotros tola, desprendida de la mano crispada, acabe to lo. Volvió a decir él.
humeaba aún. El cristo marfilino pa tan posible! repuso, al fin, la recía haber crecido, extendiendo sobre dama. He estado loca; hemos estado el suicida la suprema piedad de sus allocos: no podemos seguir así ni un mo mos brazos, siempre abiertos en perenne mento más. Olvídame; yo ya te he ol inmolación. Pasó algún tiempo. El vidado. Adiós para siempre. Lo nues reloj de música cantó otra hora, repitientro es imposible: la Fatalidad ha inter. do, como un ritornelo del tiempo que puesto otros corazones entre nuestros huía, la misma nostálgica pavana siglo dos corazones.
dieciochesca. Sí, werá verdad; pero si no lo vimos De pronto poblóse la estancia con los antes, qué nos importa ya todo?
cristalinos ecos de una risa infantil. Un No quieras locuras que yo rechazo. ángel blondo, de cabellos rocortados Estoy resuelta a terminar contigo; ya lo como los pajecillos de las épocas cabaverás.
llerescas, había entrado. Era una niña así, vibrante, entrecortado, siguió de cuatro años, que iba a dar un beso a un diálogo breve. El, apasionado, tré su padre, y al encontrarlo tendido y enmulo, implorante; ella, fría, impávida, sangrentado, trocándose su alegría en resuelta. Pasa a la página 206)
un Corría el año 1837. Era un lunes 13 de febrero; hora, el anochecer. Empezaban a parpadear las míseras lucecillas callejeras que hacían más tétrica la lobreguez de la desierta rúa de Santa Clara, en la cual entró, de pronto con rápidos y menudos pasos, de sedas frufruantes una mujer esbelta y soberana, que ocultaba, casi por completo, su rostro en las sutiles mallas de una negra mantilla de blondas. Detúvose un momento en el portal de la casa 3, y penetró al interior, resuelta, subiendo precipitadamente las escaleras del primer piso. Llegado que hubo a éste, no tuvo que llamar. Un caballero, que antes habíamos visto asomarse, nervioso e impaciente, al balcón, tenía ya abierta la puerta a la dama.
Era dicho caballero como de veintiocho a treinta años, de mediana estatura; irreprochable casaca de color azul obscuro forraba su bus Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica