REPERTORIO AMERICANO 61 LA EDAD DE ORO Lecturas para niños (Suplemento al Repertorio Americano. Historia de los duendes que arrebataron a un sepultero En una antigua ciudad abacial de estas cercanías. hace mucho tiempo, tanto que la historia debe de ser cierta, porque mestros abuelos la creyeron a pies juntillas, actuaba de enterrador y sepultero en el cementerio un tal Gabriel Grub. De que un hombre sea sepultero y de que se halle rodeado constantemente por los emblemas de la muerte no se sigue fatalmente que haya de ser una criatura de condición lúgubre y melancólica; los que se encargan de conducirnos a la última morada son las gentes más alegres del mundo, y en cierta ocasión tuve el honor de trabar intimidad con un mudo, que en su vida privada, fuerade su profesión, era el ser más festivo y cómico; que chapurraba una anacreontica sin un desliz de su memoria. que apuraba un buen vaso de ponche sin pararse a tomar resuello. Mas, no obstante estos precedentes contra ios, Gabriel Grub era un hombre perverso, adusto, quisquilloso, lúgubre y solitario, que no se hallaba bien sino consigo mismo y con una cantimplora que guardaba en el amplio bolsillo de su chaleco. Miraba las caras alegres que al paso veía con gesto tan atravesado y malicioso, que era dificil cruzarse con él sin presentir algún mal suceso.
Poco antes de anochecer, una víspera de Navidad se echó al hombro Gabriel Grub su pala, encendió su linterna y encaminose. hacia el viejo cementerio; tenía que acabar de abrir una fosa para la siguiente mañana, y, siutiéndose muy decaído, juzgó que tal vez contritribuyera a reanimarle meterse en trabajo al punto.
Al pasar por la antigua calle vió fulgurar las alegres candelas a través de las viejas puerta ventanas y oyó las risas bulliciosas y el vivo griterio de los que estaban cunidos al rededor de los hogares; atisbó los ruidosos preparativos para el holgorio del siguiente día y olfateó los variados aromas propios de las circunstancias que se expandian por las ventanas de las cocinas en vaporosas nubes. Todo esto era hiel y acabar para el corazón de Gabriel Grub, y cuando los grupos.
de chiquillos lanzados de sus casas pululaban por el camino y se topaban, antes de llamar en la puerta opuesta, con otra media docena de rapaces de rizadas cabecitas, que con ellos se mezclaban, subiendo en tropel las escaleras para emplear la tarde en sus juegos de Nochebuena, Gabriel Grub sonreía lúgubremente y oprimía con firme crispación cl mástil de su pala, al tiempo que pensaba en el sarampión, la escarlatina.
la difteria y la coqueluche, y en muchos otros manantiales de consuelo.
En tal situación de ánimo siguió su camino Gabriel Grub, contestando con bruscos gruñidos a los risueños saludos de los vecinos que hallaba al paso, hasta que penetró en la obscura callejuela que conducia al camposanto. Gabriel se complacia anticipadamente con la idea de llegar al obscuro callejón, que se le hacía un paraje deliciosamente lóbrego y macabro y por el cual no gustaban arenturarse los vecinos, como no fuera en pleno día y cuando el sol brillaba esplendoroso. No fue poco, pues, lo que Julio de contrariarle oir a un rapaz cantar a voz en cuello uma alegre canción de Pascua en aquel temido santuario, al que se llamaba el «callejón del sepulcro» desde los tiempos de la antigua abadía y de los monjes tonsurados. Al avanzar Gabriel y acercarse la voz, advirtió que procedia de un chiquillo que marchaba a prisa para incorporarse a uno de los grupos que discurrían por la calle vieja, y que, tanto para ahuyentar el miedo de la soledad como para ponerse a tono con las circunstancias, había roto a cantar con toda la energía de sus pulmones. Aguardó Gabriel el paso del chico y, apostándose en una rinconada, le golpeó en la cabeza repetidas veces con la linterna para enseñarle a modular su voz. Cuando el muchacho escapaba con las marios en la cabeza, entonando otro canto inuy diferente, se regodeó Gabriel Grub y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras de sí.
Quitose el sombrero, puso en el suelo su linterna y, metiéndose en la inacabada fosa, trabajó en ella cosa de una hora con gran ahinco. Mas la tierra estaba endivrecida por la helada; costaba trabajo rompeyla y arrojarla con la pala; y aunque había luna, como era muy nueva, derramaba poca luz sobre la fosa, que caía en la sombra proyectada por la iglesia. En cualquier otro momento estoy obstáculos hubieran hecho a Gabriel Grub refunfunar y entristecerse; pero era tal el contento que le había producido interrumpir la canción del pequeñuelo, que no se cuidó del cseaso.
progreso de su labor y miró al fondo de la fosa con sombría complacencia al dar por terminado su trabajó.
Mientras recogía sus instrunentos, murmuraba: Buenas posadas, muy buenas, cuando es la vida acabula, in par de varas de tierra, una piedra por alınoha la y otra de escabel; jugosa y suculenta pitanza con que, ávidos, los gusanos, ustan llenarse la panza: hierba exuberante arriba y húmeda arcilla por manto.
Buenas posadas son éstas que nos brinda el camposanto. Ja, ja! rió Gabriel Grub, sentándose sobre la losa de una turba, que era su lugar de reposo favorito, y sacando su cantimplora. Sarcofago de Pascita.
Una caja de Pascua. Ja, ja, ja! repitió una voz que sonó junto a él.
Quedó Gabriel suspenso por cl miedo en el momento de acercar a sus labios la cantimplora, y iniró a su alrededor. La base de la inás vieja tumba que allí había no estaba más inmóvil que el cementerio al claror de la pálida luna. La helada escarcha brillaba sobre las tumbas y chispeaba como sartas de gemas entre las esculpidas lápidas de la vieja iglesia. La nieve, endurecida y rígida, cubría el suelo y exteudia sobre los montones de tierra tan pulido y blanco cendal que 110 parecía sino que los cadáveres yacían cubiertos solamente por sus mortajas. Ni el más leve rumor rompia la calma profunda del solemne escenario. Tan frío y tranquilo se hallaba todo, que hasta el ruido parecía haberse helado. Fue el eco dijo Gabriel Grub, acercando de nuevo a sus labios la botella. No fue el cco dijo uma voz profunda.
Estremecióse Gabriel y quedó clavado en su sitio por la sorpresa y el terror al posar sus ojos en una figura que hizo congelarse su sangre.
Sentada sobre una tumba enliesta que al lado tenía había una figura extraña y sobrenatural que Gabriel juzgó al punto no ser de este mundo. Sus largas y fantásticas piernas, que podían llegar al suelo, estaban encogidas y cruzadas en elegante y caprichosa postura: sus nervudos brazos veíanse desnudos, y sus Inanos descansaban en sus rodillas. Envolvía su cuerpo Jureve cenido ropaje exornado de menudo acuclillado; wa corta esclavina caía por su espalda: el cuello.
recorta. lo on curiosos picos, servía al duende de bu Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica