301 REPERTORIO AMERICANO.
LA EDAD DE ORO Lecturas para niños (Suplemento al Repertorio Americano)
Pasteur Biólogo francés La medicina moderna ofrece el curioso aspecto de hallarse asentada sobre los descubrimientos de un hombre que ni fué médico ni estudió particularmente medicina.
Este hombre, Pasteur, es el exponente más típico del experimentador ajeno a toda otra ambición que a la purísima de descubrir e inventar, porque, ése es su destino y a él lo lleva directamente su genio.
Del modo fatal, puede decirse cómo obraban sobre él las fuerzas ciegas de la investigación, puede dar idea esta anécdota, transmitida por el gran entomólogó Fabre: Pasteur habia ya descubierto los misterios y el origen de las fermentaciones. podríamos decir de toda la patologia microbiana, cuando su concurso fué solicitado por los sericultores del sur de Francia, que veían diezmados sus gusanos de seda por una gran peste.
Pasteur se trasladó a la región, donde fue recibido e instruido por Fabre de la plaga en cuestión, todo esto sentados al escritorio del entomologo, mientras Pasteur observaba de cerca y sin parecer prestar mayor atención al discurso de Fabre, un par. de objetos redondeados y extraños que estaban. sobre la mesa, Pasteur volvía y revolvía tales objetos, hasta que al fin, picado de curiosidad, preguntó a Fabre qué era aquello.
Fabre suspendió su discurso y miró a Pasteur.
No debe olvidarse esto: Pasteur era en aquel instante el sabio de más potente envergadura de Francia, si no del mundo entero. Había sido y era profesor de Química, doctor en Ciencias Físicas, decano de la Facultad de Ciencias de Lila, Director en la parte cientifica de la Escuela Normal de Paris, miembro de la Academia Francesa de Ciencias, etc. etc.
Compréndase así el pasmo del entomólogo ante la pregunta aquélla, viniendo de quién venia. Son capullos, maestro. murmuró casi Fabre. Capullos de seda. Ah, voila! exclamó Pasteur, levantando a su informante sus sorprendidos y gruesos ojos de miope. más intrigado aún, examinó de nuevo los ca pullos, los agitó en el aire, concluyendo por llevár. selos al oido. Pero hay algo aqui dentro! exclamó. Sí, maestro. tartamudeó Fabre, que deseaba hallarse diez metros bajo tierra: Son las crisálidas del gusano. Voila! repitió Pasteur, satisfecho por fin como un niño, y haciendo sonar los capullos sobre su oido.
Bien. Este hombre, doctorado en todo lo que sabemos, no había visto nunca un capullo de gusano de seda, ni recordaba su biología, y lo manifestó asi con una ingenuidad tan grande como su alma. Tal es el genio de un hombre de puro corazón. Excusado advertir, sin embargo, que meses después Pasteur descubría el origen y el tratamiento curativo de la plaga que diezmaba a los gusanos de seda.
Véase ahora actuar a ese corazón con otro ser que un gusano.
Aunque Pasteur, tiempo después, había llegado a conclusiones experimentales definitivas sobre su tratamiento curativo de la rabia, no se habia atrevido aún a tratar a un ser humano con inoculaciones de médula. El de julio de 1885 fuele presentada una criatura atrozmente mordida por un perró rabioso.
Tales eran el estado del animal causante y là sana de los mordiscos, que se había juzgado perdido al niño. Llevado al laboratorio de Pasteur, éste se decidió, vista la gravedad casi fatal del caso, a ensayar por fin su método.
Así lo hizo. Pero nadie hubiera sabido, de no contarlo luego él mismo, las inquietudes, los remordimientos, las sensaciones de crimen cometido, las pesadillas que lo aniquilaron durante los quince y tantos dias que duró el tratamiento.
Como no abandonaba el laboratorio, ni comía, ni dormía, sus discípulos y amigos lograron alejarlo de Paris, mientras ellos proseguían las inoculaciones en el chico; pero desde el fondo de la Bretaña, donde se había recluido, y a pesar de las cartas y telegramas optimistas que recibía a cada instante sobre el éxito del tratamiento, Pasteur tenía constantemente ante los ojos a la criatura moribunda, que se le aparecia a reprocharle. el haber adquirido là rabia con sus inoculaciones.
No debe olvidarse en qué consiste el tratamiento de la rabia, y que en aquel instante se le ensayaba por primera vez en un ser humano.
La criatura salvó; pero su espectro acompañó en sus horas de desaliento por muchos años, al hombre que, sin embargo, la había salvado.
HORACIO QUIROGA (Caras y Caretas.
Buenos Aires. Imprenta y Libreria Alsina. San José de Costa Rica Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica