REPERTORIO AMERICANO 255. Es verdad? preguntaba el rey. la princesa Nieve, friamente, fatalmente, contestaba con dos de las tres palabras que podía decir en semejante caso a su padre el rey. Es verdad.
El palurdo era arrastrado a las mazmorras y los doscientos azotes que eran su castigo llenaban de lamentos todos los ecos.
Un palaciego aparecia ante los ojos de la princesa.
Se le acusaba de traición, de haber vendido al rey de un país vecino los planos de la salida subterránea del castillo. Es verdad? preguntaba el rey. Es verdad.
El palaciego era llevado a la torre de justicia, y su cuerpo, colgado de la horca, hacía danzar macabramente a los buitres.
Así, la princesa Nieve, que soñaba con la dulzura de la confianza y del afecto, que quería ser toda justicia de bondad, era el horror y la maldita del reino. Señor Rey gemia implorando, déjame, no me obligues a este oficio repugnante, déjame con mis pensamientos envejecer y morir en un mundo de amor. Déjame, padré. Mirame y el rey reía, toda convulsionada la figura obesa, sebosa de goloso.
La princesa le veía el alma de avaricia desmedida. se tapaba los ojos y dando trastabillones se iba por las piezas desoladas a encerrarse en su alcoba, lejos de todas, sola, cada vez más fragil, más de azahar el color, más agobiada por las trenzas de cobre rojizo.
La princesa Gracia vivia en la torre Oeste.
Toda de lineas armoniosas, con los ojos de turquesa y el cutis tostado, era tan dulcemente bella que nadie podía dejar de amarla. Nunca se preocupó de su belleza, nunca la realzó con un adorno, nunca hizo por agradar a nadie. Vestia largas túnicas de lino blanco, trenzaba sencillamente su pelo, cruzaba las manos sobre el pecho y así se le iban las horas meditando, arrobada por los diálogos intimos, toda transida de amor divino, ansiando el claustro como la única dicha imperecedera. Padre, mi Señor y Rey decía, con la voz de cristal pronta a quebrarse en un sollozo, permite que me vaya allá abajo, a los confines del reino, al convento de monjas que cuidan los leprosos. Por mi voluntad estoy desposada a Cristo. Nunca seré de ningún humano; respetuosamente te lo digo, mi Señor y Rey.
Dejame entonces irme donde mi vocación me llama.
Pero el rey tronaba amenazas e injurias, y la princesa Gracia habia de vestir ricos trajes que la hacian irresistiblemente bella y había de presenciar la fiesta dada en honor de un principe que visitaba el reino para solucionar personalmente viejos pleitos de limites. con sólo ver a la princesa Gracia, ya estaba el pleito ganado, que el querellante se avenía a todos los arreglos por estar en armonia con el padre de aquella beldad. la princesa Gracia, cada vez más bella en la dulzura de su actitud, iba languideciendo por los ayunos, las penitencias y las vigilias con que torturaba su cuerpo para pedirle a Dios que le concediera el ser su esposa con el beneplácito del rey, su padre.
Sucedió que, por consejo del hada madrina, un principe declaró la guerra al rey, que se vió obligado a presentarle batalla al mando de un mal ejército.
Como nunca se ocupara sino en amontonar tesoros y sus hombres tuvieran el cuerpo feble de hambres y enfermedades, el rey fue derrotado facilmente y apenas si pudo, en una retirada desastrosa, llegar hasta el castillo con el resto de sus infantes y encerrarse tras la doble fila de baluartes. El principe rodeó el castillo, y un dia y otro fueron pasando lentamente, entre escaramuzas, asaltos y ratos de tregua. como el rey sólo se ocupaba de planear defensas que aseguraran sus tesoros, las princesas vivían en mayor libertad, y así la princesa Perla podía distraerse mirando a los sitiadores y la princesa Nieve daba a cada cual lo que le correspondía en justicia, más la limosna de sus palabras y sus dones, y la princesa Gracia cuidaba de los heridos, creyéndose en la realización de su ansia.
Poco después se secó el pozo y los víveres fueron escaseando. El hambre y la sed entregaron el castillo a los sitiadores. Lo entregaron por las manos de la guardia; que bajó el puente levadizo mientras el rey dormia.
Los asaltantes llegaron a la cámara real y arrastraron al rey hasta la presencia del vencedor. Piedad gritaba el rey. piedad para el pobre anciano. Dónde está el tesoro maldito? preguntó el principe vencedor. Ese dinero ha de ser repartido a los pobres para que Dios te perdone la avaricia. Piedad, no me mates, mi buen Rey amigo. Tu vida no corre peligro. Tienes mi palabra. Dónde está el tesoro maldito. No lo recuerdo, te lo juro, Rey amigo; he perdido un poco la memoria. Dónde está el tesoro maldito. No lo recuerdo, mi Señor y Rey amigo, pero en cambio te daré a mi hija Gracia que es la princesa más bella del mundo. Dónde está el tesoro maldito. Mi Rey y amigo querido, no lo recuerdo; estoy viejo y las cosas han comenzado a olvidarseme, pero en cambio te daré a mi hija Nieve que es la princesa más sabia del mundo. Dónde está el tesoro maldito. Mi Rey, te juro por la salvación de mi alma que no lo sé, pero en cambio te daré a mis dos hijas, a mis dos únicas hijas, a la más bella y a la más sabia de las princesas del mundo. Dónde está el tesoro maldito. Que Satanás me lleve si lo sé.
Pero no alcanzó a decir otra cosa, que apareció Satanás y dijo para su gran pavor. Mientes! sabes donde está el tesoro. Mientes!
Tus hijas son tres, pero quieres dar al buen principe sólo dos para quedarte con la de los pies desnudos que es la hacedora de oro. Mientes! Satanás lo atestigua y te lleva a los profundos infiernos. esto diciendo, Satanás desapareció y el rey cayó fulminado por la muerte.
Días después, el vencedor rogó a las tres prince.
sas que vinieran a la sala del trono para decidir su porvenir.
Llegó primero la princesa Perla, esbelta en sus velos negros, con los ojos hondos de melancolía y de esperanza. Hizo el saludo de corte y lentamente fuése hasta las gradas del trono. Sí, señora Princesa. qué deseas? Mi dominio ha de ser realizar vuestra voluntad.
La princesa lo miró con pupilas de asombro. Era un hombre joven, alto, fuerte, con la boca de niño sonriente y la mandíbula de empecinado. Vestía una casaca de seda blanca bordada en colores, abierta sobre el pecho desnudo, un pantalón de piel de antilope y altas botas hasta la rodilla. Un cinturón de placas de oro con piedras preciosas y esmaltes le cenía la casaca a las caderas y un brazalete de hierro Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica