126 REPERTORIO AMERICANO LA EDAD DE ORO Lecturas para niños (Suplemento al Repertorio Americano)
La doncella heroica El señor Carlos III, de grata, inemoria, ódiaba a los ingleses que lo habían humillado siendo rey de Nápoles, y no bien ciñó la corona de España, por muerte de su hermano Fernando VI, cuando se dispuso a vengar el agravio, metiéndose en el berenjenal del Pacto de Familia y declarando la guerra a la Gran Bretaña, con esperanza de reconquistar el peñón de Gibraltar: No lo fué la suerte favorable y en 1762 las escuadras británicas se adueñaron de varias de las Antillas menores, de la Habana y hasta de Manila.
La isla de Jamaica, que desde 1655 había pasado a manos de Inglaterra y era en tiempos de paz una guarida de piratas y contrabandistas, sirvió en ésta y otras guerras de base de operaciones a los barcos ingleses que hostilizaban las colonias españolas del mar Caribe.
Inglaterra había heredado de los bucaneros y filiLusteros el deseo vehemente de apoderarse de un paso interocéanico por la América Central. y no obstante que en esta difícil empresa fracasaron hombres tan audaces como Mansfield y Morgan, era permitido suponer que no resultaría superior a las fuerzas de Su Majestad Británica. El gobernador dle Jamaica William Hénry Littleton, juzgando el momento favorable para llevarla a cabo, despachó varios navios de guerra y dos mil hombres contra Nicaragua que, seguin decía con visión profética un funcionario español en 1790. era la llave de los tres reinos, tenazmente codiciada. por los ingleses y tal vez más tarde lo sería también por los americanos separados. Las fuerzas británicas arribaron a la boca del San Juan y, guiarlas por indios de la Mosquitia. emprendieron la subida del río en balaudras y otras embarcaciones pequeñas hasta en número de cincuenta, con la mira de atacar el castillo de la Purísima Concepción, hoy Castillo Viejo. Cien años antes, el general Fernando Francisco de Escobelo liabía construido este castillo, situándolo en la márgen derecha del río sobre una colina rocallosa en el raudal de la Santa Cruz. antiguamente llamado raudal del Diablo. Era de modestas proporciones, pero bastaba a defender el paso con sus treinta y seis piezas de artilleria, sus murallas, sus cuatro baluartes y, sólido caballero, el foso y las estacadas que lo rodeaban por la parte de tierra, más inn fortín a la lengua del agua. Para evitar sorpresas lo atalayaba una batería en una isleta situada a corta distancia.
No faltaban por lo tanto razones para suponer que en caso de ataque tendría mejor suerte que el de San Carlos de Austria, destruído en 1670 por el filibustero Gallardillo, quien así pudo sorprender y saquear la ciudad do Granada. Bien es verdad que tamaña desgracia aconteció por haber el castellano Gonzalo de Noguera Rebolledo entregado al enemigo esta fortificación, erigida con tantos sudores y afanes por Juan Fernánez de Salinas, adelantado de Costa Rica, en 1666. Cuando se presentó la armada inglesa en el río San Juan, en el mes de agosto do 1702, no había por qué tener una nueva traición como la del in fame Noguera. El castillo estaba en buenas manos. Su defensa la había confiado el rey al capitán de artillería José, de Herrera y Sotomayor, militar aguerrido y de um valor a toda prueba, que prestó excelentes servicios, especialmente en Cartagena de Indias durante el sitio de esta plaza en 1740 por el almirante ingles Vernon; pero no inspiraba igual confianza la guarnición en su totalidad compuesta de negros y mulatos. Acompañaban a José de Herrera en su destierro que no de otro modo podía llamarse aquella castellanía remota su mujer Da. Felipa de Udiarte y su hija doña Rafaela, de trece años de edad. El viejo militar sentía por esta niña, única heredera de su nombre, un amor entrañable. Dolíase de verla condenada a vivir recluída en el castillo solitario, donde los días pasaban todos igualmente tristes, sin que ningún halago viniese a romper el tedio de una existencia de exasperante uniformidad. Por todas partes la selva virgen limitaba el horizonte, sombría y monótona como el murmullo de las aguas del San Juan. El castellano había empleado todos los medios que le sugerió el cariño para distraer a su hija; pero los pascos en bote y la pesca en el río cada vez le agradaban nenos, prefiriendo, a pesar de saberlo ya de memoria, el relato de los terribles combates que sostuvo su padre contra los ingleses de Vernon y el de las proezas de su abuelo, el brigadier y director general de ingenieros Juan de Herrera, quien durante más de sesenta años había servido al rey en Europa y en América, peleando bizarramente contra todo género de enemigos.
Siempre que evocaba estas y otras glorias de los Herreras, el capitán no podía dejar de lamentarse de que Dios 10 le, hubiese deparado, en vez de aquella niña, un varón capaz de continuar las tradiciones de la familia con la espada al. cinto y al cual lubiera transmitido sus conocimientos en el arte de la guerra: pero este pesar se lo guardaba en lo más liondo del corazón, por temor de que su hija adorada pudiera lastimarse. Una noche, err que después de la cena frugal había recaído la conversación; cómo tantas otras veces, sobre la ciudad de Cartagena de Indias, el capitán se puso a referir como labia montado la artillería del cerro de San Lázaro, por orden del virrey Sebestián de Eslava. Con prolijos detalles: y trazando líneas imaginarias sobre la mesa, indicala el plano de las defensas y mplazamiento de los cañones. La niña le oía muy atenta. No asi Da. Felipa.
que acabó por quedarse dormida en su butaca de cuero. Al notarlo, José interrumpió su descripción y dijo con cierta amargura. Veo que os estoy aburriendo. mí no, padre. Me gustan mucho las liistorias de guerra. Lo dices de veras. Sí, y bien sabe Dios que quisiera ser hombre para servir también al rey. Ah, si lo fueses, cuántas cosas te podría enseñar. Para eso no me hace falta serlo. Es verdad; pero ¿de qué te serviria aprender a manejar un cañón. Cuando menos para engañar el tiempo, El semblante del capitán se cubrió de un velo de tristeza al oir esta respuesta que revelaba el hastío de la niña. Pobrecita inia murmuró para sí. luego. levantándose bruscamente, añadió en voz alta. Vamos a dormir, ya es tarde.
Pero aquella noche pasaron largas horas antes do que pudiese conciliar el sueño. Se rebullia en la cama buscando un remedio para el fastidio le su Rafaela, sin poder encontrar ninguno, excepto el sugerido por Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica