172 REPERTORIO AMERICANO Los burritos. Tomado de la excelente Antologia de la Poesia Argentina Moderna. 1900 1925. Con notas biográficas y bibliográficas. Ordenada por Julio Noé. Edición de Nosotros. Buenos Aires, 1926.
Aunque esto pase por natural rutina, diré que los burritos de mi cuento, son hijos de madama Pollina y de maese Jumento.
Que el lector menosprecie mi estrictez genealógica, no me acobarda.
Tengo interés en diferenciar tal especie, del noble caballo y de la mula bastarda.
Desde que Jesús, a guisa de hacanea, tomó la borrica hebrea, según cuenta Mateo en su historia sucinta, es esa una respetable ralea; pues como aquella bíblica abuela estaba encinta debe atribuirse a los asombros de un estado tan sensible, el signo elemental y terrible que su familia lleva también en los hombros. ciertamente un blasón como aquél, no lo tiene el gallardo corcel.
Además, su fina cabeza, comporta un distinguido atributo.
Tienen el jarrete enjuto, y su pequeño pie es signo de nobleza.
Mézclase a lo zurdo de su malicia aldeana, una mimosa simpatia de niño; y poseen este cariño de la vida animal: la lana.
En sus hirsutas frentes que nada alegra y en su cara picarescamente roma, se contradice una perpetua broma con un servil torinento como en la raza negra.
Junto a la burra laboriosa y prudente como una buena mujer, sus comitivas toman un trotecillo de nene obediente, acompañado por orejas alternativas.
Orejas como diéresis de oblicuos tildes, que abren al rebuzno vocales más rudas, o recogen azul de cielo como agudas ojivas, para aquellos cerebros humildes.
Coronalas al tábano con candente adherencia, como un ascua en la punta de un habano, y saben dar palmadas como una mano, y son los cubiletes de la paciencia.
Cuando de sueño caen desgajadas, en su cavidad duerme el murmullo como una crisálida en su capullo.
La música y la lógica tiénenlas por almohadas.
Solemnizanse en mitras o en faluchos; y los burritos, se hacen con ellas muy bonitos cucuruchos. entre sueños esbozan signos en dirección de quiméricos pesebres; o las derriban, malignos, una hacia atrás y otra hacia adelante, como liebres.
Su belfo en escolásticos bostezos ya se arruga.
Vagamente huelen a orégano y lechuga.
Usan con pulcritud discreta, cunl si economizaran un modesto salario, sus trajecitos de homespum ordinario, y sus botoncitos de baqueta.
Para preservarlos de infaustos azares, frecuentan cuidadosos los abrevaderos; no los meten al barro como los terneros que tienen cuatro pares.
Gastan hebra por hebra, el fleco de su erin mísera y dura. ignoran el intrépido timbre de la herradura, y usan las medias viejas de la cebra.
En todos los países, los más apreciados son los asnillos grises.
Hay algunos rojizos como el orín; otros negros y crespos como el hollín; otros blancos, y a éstos los prefieren para las vacaciones; del trato con los niños adquieren locos gestos, y vuélvense sumamente bribones.
Espantan retozando a las bobas de las ovejas; aborrecen a las viejas y roen sus escobas.
en medio de los patios hacen pis, y meten al, azúcar sus dientes de miss.
Mas, con qué suave disciplina aceptan al flébil mellizo que les imponen en el chico enfermizo, agotando la leche de mamá Pollina.
El inorral brutalmente postizo, quitales su precaria golosina; y conformes como una criatura sola, que alcanza a comprender la vida, descansan con una pata encogida, moviendo automáticamente la cola.
Por las claras noches, bajo la influencia del plenilunio, ambulan con los gansos, que pasean en crisis de lunar demencia la estólida unanimidad de su opulencia.
Así es como, silenciosos y mansos, sorprenden las citas. de las novias aldeanas, o los grupos de pequeñas Juanas que juegan a las mamitas.
Estudian las fuentes secas. contemplan la luna en exático estrabismo.
Quizá esto es un vago paganismo, con difusos recuerdos de Tebaidas y Necas, escuchan divertidos la copla del gaucho, que en ronca guitarra llora su desvelo, mientras su hociquillo de caucho tantea minuciosamente el suelo, con una clara expresión de suaves dudas, como si repasará pequeñas sílabas mudas.
Fugaz instante de sosiego, que los muchachos trastornan muy luego.
Asústánlos de pronto imitando el relincho de algún celoso potro en son de ataque; o el más badulaque monta al nás alegre, clavándole un pincho bajo la cola que se agita y desfioca como un cordón de campanilla loca: simil evidente de la gozosa charla. Pero no hay que tirarla, porque puede sonar desagradablemente. Sobre la arena de frescura acuática, entre risas, palmoteos y coces, inician su doma absurda y acrobática a la luz de la luna los jinetes precoces. No queda sin desfondarse un calzón, ni chico que no fructifique un chichón. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica