REPERTORIO AMERICANO 335 LA EDAD DE ORO Lecturas para niños (Suplemento al Repertorio Americano)
El quetzal tranquilamente reposando, el cazador avieso se acerca sigiloso, burlando el oído fino del ave, y en movimiento rápido le cubre la abertura de salida. Hora de angustia y zozobra. Comprende que el enemigo está cerca, que ha burlado su celo: Grave peligro lo amenaza. Qué hacer? Hay un medio de salvarse. Un movimiento en retroceso, salir por la puerta de entrada. Tiene un instante de vacilación. Pero viene a su mente el recuerdo de la cola magnífica; puede romperse o estropearse en aquella maniobra. Vence la vanidad. Ya no piensa en huir y espera tranquilo, sin oponer resistencia, a que la mano de su astuto codiciador lo aprisione.
Indómito y salvaje, no acepta el cautiverio, quiere mucha luz y mucho espacio. no se crea que es una jaula estrecha, la que no acepta. Un lugar amplio y cómodo, siendo prisión, lo rechaza lo mismo.
Se han hecho al efecto experiencias curiosas, todas con el mismo resultado negativo. Colocada una pareja en un gran patio, con fuentes de agua fresca para abrevar, frutas de su predilección, lindas flores y hermosos árboles, todo ha sido inútil. Ni hunde su pico en la clara linfa para sorber una gota de agua, ni prueba un ápice de pulpa, ni se refugia en el verde follaje. Con estoicidad nipona, sin cambiar de sitio, espera la muerte que no tarda en llegar acelerada por el hambre, la sed y la inacción, y más que todo, por la angustia desesperada que martiriza a aquel turiferario de la libertad.
Es el quetzal un pájaro verdaderamente maravilloso. Soberbia es el ave del paraiso con sus alas de ocre y seda, dobladas en graciosa comba. cayendo a ambos lados de su cuerpo flexible como dos surtidores de oro líquido; magnífico el faisán dorado, con su penacho heráldico, su peto que finge las cinceladaras de una coraza principesca, sus alas policromas de mosaico pompeyano, y su actitud severa y grave de mandarín; y primorosos, en su ninúscula belleza, los etéreos colibríes, frågmentos de iris, pedrería que vuela. Pero el quetzal, que participa de algo de cada una de estas aves, es superior a todas ellas. Es, aparte de más atrayente, más original. En el gran modelado de la naturaleza su troquel es único.
Pequeño su cuerpo propiamente dicho. no mide un espacio mayor que el que una dama abarca con su mano buscando la octava en el teclado de marfil.
Predomina en su regio plumaje el color verde, pero. no el verde regular y corriente en la pluma. Es un verde metálico, resplandeciente, con relampaguear de gemas. El pecho, rojo, se diria que sangra como una herida recién abierta. Bajo esta cascada de púrpura, se extiende una mancha que cobijan las alas, de un azul oscuro profundo y cambiante que recuerda, superándolo, al que ostenta en igual región el opulento pavo real. Sobre su cabeza, muy redonda, se alza una. coronita que va del pico al cuello como un diminuto abanico desplegado, Pero lo que, sobre todo, es clásico e incomparable en este prodigio de la naturaleza, es su cola, su larga y deslumbrante cola. La forma un manojo. de plumas que miden a veces casi un metro, del ancho de una espada, arqueadas con la gallarda curvatura de un alfanje, hechas de hebras finas, movibles, ligeras, como facturadas por manos milagrosas. Hay algo más. Tiene un brillo áureo todo él, como si lo hubieran rociado de polvo de oro, o en sus excursiones, a plena luz, su ropaje se hubiera empapado de átomos de sol.
La leyenda y la poesía lo han consagrado. Muchas liras, y de egregios poetas, han vibrado en su elogio.
José Joaquín Palma, el cantor cubano, nos lo pinta delicadamente en dos estrofas de una larga composición que le dedica: Flor que vuelas, flor agreste, hay en tu cuello divino, mucho del verde marino, mucho del azul celeste.
Forman en raro concierto de fantásticas guirnaldas, tus alas, dos esmeraldas, tu pecho, un inúrice abierto.
El quetzal está penetrado, convencido de su belleza. Siente el orgullo de su majestad. Ama, sobre todo, y casi en forma de un culto, su cauda primorosa. Vela por ella y la cuida con la religiosidad y el empeño con que un cantante se preocupa por su garganta o una hermosa por sus hechizos. Para mantenerla incólume no omite detalles. fin de que no se tuerza, ni se despeine, ni se maltrate, construye su nido en forma tal que su arquitectura la proteja, Procede de una manera curiosa. Taladra con paciencia un grueso tronco hasta formar un túnel. Entra por un extremo y sale por el otro sin que las largas y sedosas plumas sufran otra cosa que un ligero rozamiento. Así defiende hábilmente su blasón.
Sus perseguidores, que son muchos, aprovechan, conociéndola, su debilidad. Cuando está en su asilo, La tradición indígena lo recuerda en todo momento, exaltado con la originalidad de las imaginaciones vírgenes. Los quichés le dan un origen mítico. Cuentan que en una fértil pradera de Petén, tierra de vegetación privilegiada, apareció cierto día un enjambre de mariposas verdes. y azules que trazaron caprichosas danzas entre los rayos del sol, al acorde de la música de los pájaros cantores. Fatigadas abatieron su vuelo, se posaron en el lugar más pintoresco y florido, y desaparecieron. Allí, en el mismo sitio, surgió un árbol soberbio, no parecido a ningún otro, de un raro y atrayente encanto. allá, en lo más alto de su copa opulenta, apareció, para coronar su esplendor, el quetzal, como si fuera hecho de las alas de las mariposas desaparecidas.
Su existencia está estrechamente vinculada con los dioses. Su nombre forma parte de una de las más augustas divinidades aztecas: Quetzalcoatl, Creados, dice Chavero, el Sol por el fuego, y la Luna por el agua, tenemos al viento personificado por Quetzalcoatl. Ya hemos visto que en la leyenda nahoa Tonacatecuhtli y Tonacacihualt, el Sol y la Tierra tuvieron por hijos a Quetzalcoatl y a Tezcatlipoca. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica