Repertorio Americano 229 olvida, acaban por hacer de él un favorito de sus condiscípulos y un héroe entre sus jóvenes amigos. Qué espectáculos de arte presentan los campos de deportes de la escuela! Aqui viven verdaderamente su vida estos jóvenes colegiales, en todo su radiante esplendor.
Maravilla contemplar la tenacidad apasionada con que empeñan su pujanza fisica en alcanzar victorias honoríficas sobre un cuadro contrario o frente a otra escuela.
Parecen ellos estatuas de Grecia en movimiento con su aspecto erguido, sus miembros gráciles, su andar ligero, sus musculosos brazos y la nerviosidad de unos cuerpos henchidos de fuerza vital. Hasta sus bellos trajes de franela blanca, los pliegues albos de la camisola entreabierta, la gracia inconsciente con que llevan al hombro la chaqueta ricamente bordada con las armas feudales del colegio, son otras tantas distinciones que nos atraen.
Casi igualan estos atletas a sus antepasados, los helenos, en que la hermosura corpórea iba aparejada a una destreza jamás sobrepasada. Mas todavía les separa esa insalvable distancia que va de la teoría al desempeño en cosas de arte.
Cada raza tiene su propia riqueza interior que no puede refundirse en otra. Pero ¡cuán elegantes y escrupulosos traductores del helenismo son los ingleses estudiosos!
Conjunto alguno de jóvenes se acercan más a los efebos de Grecia como éstos de la sociedad a que pertenece Tom Brown. Poseen ellos algo de la inconsciencia de la castidad, de la gracia poética, de la intraducible poesía del fisico de aquella raza de arquetipos humanos que floreció en las costas bañadas por el mar Egeo, hace tres mil años. Qué le falta a esta juventud helenizante para confundirse con sus divinos modelos? Acaso, el maravilloso cielo de Hélade, profundamente azul; quizá el ambiente de la sacra Olimpia con sus templos de mármoles relucientes y sus avenidas de estatuas geniales.
Sea lo que fuere de estas conjeturas, el terreno de los deportes, los jóvenes atletas de la Inglaterra académica no desmerecen en nada a los mancebos aguerridos de la Grecia antigua: lucen en sus contiendas: el coraje, la audacia, el poder volitivo, la tenacidad, la resistencia, la pasión patriótica, el mismísimo culto por el deber de aquellos helenos que cantara Píndaro y cuyas victorias inmortalizaban a las ciudades donde los victoriosos habían nacido. Traesferidas estas prácticas saludables y estas costumbres de arcaica prosapia al dominio de la educación moral, observamos que merced a estas disciplinas severas, los ingleses han aprendido a bastarse a sí mismos en toda ocasión. No les arredra el peligro, las enfermedades, el cansansio, la soledad, el abandono de todo contacto con la vida civilizada, cuando se han propuesto conquistar alguna cosa. Temperatura baja o alta, mar sin refugios, desierto, zonas donde el león o el chacal acechan feroces: nada de esto les detiene cuando está de por medio el logro de su anhelo. Hombre alguno está tan compenetrado de su libertad interior, de su independencia personal! Excelsior, ese grito triunfal del joven héroe de Longfellow, traduce poéticamente esta voluntad soberbia e invencible que nada tuerce del camino a la meta propuesta.
Mientras no ha dado cima a su empresa, el clásico inglés no cejará en su tenaz empeño. No inquietará su marmoreo corazón, mientras sueñe con el fin anhelado: el hogar dichoso, el bramido de las tormentas, el recuerdo tierno de un pecho amable, donde otrora posara su testa anhelante o dolorida, los hermanales amigos de los deleitosos pasatiempos, los viejos padres o los grandes centros donde hormiguean todos los fáciles placeres. semejanza del «doncel gallardos del poeta de Cambridge, se hallará a esta raza muerta o yerta o colocando la flameante bandera de San Jorge sobre la cima más alta o la más inacce.
sible. Cuando nos asiste la conciencia de nuestro derecho y de nuestro poder. qué objeto tiene el recurrir a la falsía o a la mentira ponzoñosa? Recurso de los débiles, refugio de los envidiosos o impotentes, ha sido siempre el hábito de mentir y negar méritos a quienes los poseen en mayor grado. Asi se ha educado el colegial inglés en el odio de la mentira y la considera la cosa más baja y la más vil. Llamarle embustero a alguien es de los insultos más mortificantes y de los que menos fácilmente se perdonari en Inglaterra.
La verdad ante todo, aún cuando a veces nos trajera duro castigo o largo penar, constituye un punto de honor entre los británicos. Si no he analizado directamente el argumento de Tom Brown School days, he creído penetrar mejor su recóndita esencia, realzando estas calidades del carácter anglo que se desprende de los acontecimientos descritos en este libro, que es como un manual del perfecto ciudadano imperial. Quien no lo ha leído, puede decirse carece del sentimiento que anima a dear Old England, Termina esta novela escolar, con un dejo de honda melancolía. Tom Brown retorna a su colegio amado, años después, ya se ha hecho hombre y la vida le ha demostrado que no son vanas las magnas virtudes que con tanta solicitud le inculcaron sus caros directores espirituales.
Son las virtades que ama: la fortaleza, la castidad, la veracidad, la gratitud y el patriotismo que se vanagloria de los varones. preclaros. No ha dejado de sentir la fuerza de su belleza y de su eterna verdad. Tomasito es un gentleman, vale decir, tiene la religión de la verdad, ama el vigor fisico y, eleva un altar a la limpieza. Visita él todas las dependencias del colegio lleno de emoción y concluye su excursión en los umbrales de la capilla familiar. Penetra tembloroso al recinto sagrado donde elevara otrora himnos de alabanza. Un anciano pasa por alli: es para el como una evocación de otros tiempos: vuelve a ver al preboste de la escuela, personalidad cuya alma honorable y caballeresca tanto ha admirado, piensa que ha desaparecido para siempre jamás y su espíritu se ensombrece de pena. Su corazón se hincha de mil sutiles añoranzas, de lo que pudo ser y no fué. Ah. le susurra su alma luminosa. iquién nos diera ser como ese talento que tuteló nuestra adolescencia, quién pudiera instituir por toda la faz del orbe una hermandad de caballeros andantes del saber, ennoblecida por las virtudes que brillaron en el con tan auroral resplandor en su vida. Quién nos diera tener la serenidad de su mirada tranquila, su voluntad siempre enérgica, su equilibrio mental. Qué no daríamos por volver a oir su voz de mando y seguir más escrupulosamente sus consejos de oro. Tom se ha formado en el culto de esa caballerosidad, la emoción le embarga de tal modo que resuelve salir de la iglesita do niño oro. Necesita el aire libre para retemplar su alma, conmovida en lo más sensible. Camina con paso tardo hacia una colina desde donde ve que se hunde el sol en una viva refulgencia de oro muerto: allí se echa sobre la grama, mientras llora como la primer noche que pasó en el hosco domitorio de la escuela y no se adormeció al compás del materno beso. Llora con lágrimas del espíritu su infancia, las opimas promesas no cuajadas en frutos de oro resplandeciente; lamenta aquellas ilusiones, aquellos ensueños, aquellos amigos tan queridos de su edad primaveral. Ya nada de ello volverá y pronto las sombras le llevarán en sus negros pliegues, al blanquecino rio del eterno olvido.
Eliseo Reclus, el geógrafo poeta, vivió luengos años en Inglaterra, clásico refugio de todos los grandes proscritos. Debía su misma existencia a una petición que hicieron los sabios Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica