350 Repertorio Americano Crisoralia ¡Ou Cielo!
qué raro filtro de Medea existe en el misterio de la voz huinana que así seduce los rebaños de hombres!
Me condujeron a cafés cantantes.
En el salón rodaban los aplausos las hojas de la selva y sus rumores.
Pero ninguno de los hombres vino para decirme que en mi voz awaba el diáfano cristal del alma mia.
Los besos en mi piel, las palpaciones con la viscosidad de las medusas y el repugnante olor de la marisina; sólo para eso me buscaban siempre.
Partió el amante y me he quedado sola.
Sola otra vez. Así paso mi vida, con soledad del corazón, muriendo. de la insaciable sed de ballar el alma de un hombre tras las ansias de la bestia. Son nada más, que bestias! Sus caricias carecen del aroma de las almas; son palpaciones de la piel tan sólo; de las mareas del instinto ascienden con la viscosidad de las medusas, y un olor de moluscos y marisma.
Para ellos el amor son los deseos.
Aquel teniblor celeste de las carnes bajo el influjo de un amor del alma sólo una vez lo adiviné en un hombre; mas no era para mí ese amor.
Lejano, como la estrella de la tarde, estaba ese hombre en el ambiente de mi vida.
Amaba a una mujer digna de amarse. Tal vez pi él mismo sospecho que amaba. Eu fin, yo no lo sé.
Dos o tres veces me oyó cantar. Yo me turbaba toda, y, sin embargo, en su presencia, siempre por la puerta entreabierta de mi boca la música del alma me salía.
Cuando al final de nuestro canto, hablaba, era su voz un manantial, hilando con los rumores de la linfa encajes de iridiscente pensamiento. Poco, nada quizás, en mi memoria queda de la voz, de la música, del día; pero en mis horas de visión le miro como un brasero del color del ámbar en cerrado fanal de concha perla; era todo él una pasión de ideas, un torbellino de emoción hecho hombre, Oh tarde santa la de un mes de mayo, cuando, riendo, me dieron el niensaje del único hombre que no viera nunca en torno de las mesas y los vasos, del hombre aquel cuya palabra fulgea me llenó de relámpagos el alma. Ay. El también. No puede ser! me dije aquella noche en que no vino el sueño sino un instante, al anunciarse el día. No puede ser. y sin embargo, eu lo intimo ya sentía quemándose un deseo de que él, también, como los otros fuese.
Cuáu cuidadosa esa mañana puse toda mi gracia en el vestir un traje de seda blanca, y eu lucir mis joyas.
Qué secreto temblor hubo en mis carnes cuando esperaba en su antesala, tímida, y. al misio tiempo de confianza llena en el encanto de mi piel de trigo, en hechizo de mi voz de cítara.
Cual sol poniente se perdió de vista; en mi, horizonte no se alzó su imagen una vez más.
Como la virgen rosa que de su tallo se desprende y cae en lágrimas de pétalos deshecha, se desprendió del árbol de la vida la humilde flor de mi. existencia oscura.
Yo era una flor cuyo perfume agreste fuera de voz, fuera de alondras de oro con nido oculto en la garganta mía.
Se abrió la puerta; penetré en su estancia.
El me tendió su mano. Qué vocablos decir sabrían el poder oculto de aquellas manos, cuyo tacto sólo vertió en mi corazóu la paz serena de mi inocencia virginal de piña!
Me hablo.
Con qué delicadeza puso un encaje de seda en mi extravío.
La pubecilla de uu rubor de rosas.
Vidieron hombres a mi encuentro. Este documento es propiedad de la Biblioteca electronica Scriptorium de la Universidad Nacional, Costa Rica