AMAUTA 11 A MUSICA IN CAICA Mat POR URIEL GAROIA Igualmente, hay que suponer que el huaino y la kjashua son del mismo origen. Fueron danzas en honor de los dioses, puesto que se bailaban en las fiestas, que también, todas, tuvieron la misma procedencia. Sólo que en ambos danzas el entusiasmo rebasaba el ritmo melancólico, sin que aquello signifique la explosión de la alegría.
Aquel choque trascendente entre un alma que despertaba y un mundo poblado de inquietantes misterios, halló su expresión verdaderamente grandiosa, sublime, más que en la religión, en la música. esa música, que ha llegado hasta nosotros, desde fuego, ya menos atormentada e imprecativa, como sin duda fué en los orígenes, viene a ser la interpretación más honda de los paisajes andinos, la traducción en lenguaje emocional del panorama campestre. La religiosidad con que fué vista la naturaleza y afirmada la voluntad de vivir. explosionó, henchida de sentimiento, en los himnos incaicos, como la huanca, el harawi, el huaino, el hayarachi y otros cantos funerarios y endechas amorosas. Esos himnos son, más que los mitos o la simbolización ornamiental, la forma de la expresión mágica de la irracionalidad del espíritu incaico.
Aquella melancolía que fluye de cada frase melodiosa es sólo un estado transitorio de la manera cómo vió la pupila del indio su panorama cósmico y lo tradujo en valores emotivos. Por eso, la tristeza que se vierte de las notas de una quena no es que exprese un alma orgánicamente triste; no es sino el vuelco melodioso de un estado de alma; como la piedra abstracta del edificio o el fetiche del adoratorio, no son sino objetivaciones de un determinado y provisional sentimiento del mundo.
En buena parte, la música incaica es himnario andino, una interpretación histórica, o valorativa de la tierra al contorno, así como vienen a ser, en cada caso, la arquitectura o la religión. Invoca a cada trozo del paisaje que oculta divinidades tenidas como de sensibilidad idéntica a la del hombre.
Una voluntad como la incaica, en trágica lucha de dominio a la naturaleza vista como una trascendencia, en impulso creador de una cultura ascendente, era una voluntad de poder y, por tanto, un impulso en el fondo, doloroso; antes que un alma dada a las alegrías del vivir, a los regalos sibaríticos, en una palabra, a la sensualidad infecunda y, hasta cierto punto, decadente.
El sentimiento religioso de los incas tuvo, pues, su último ápice en la invocación musical, que es su modalidad dionisiaca.
El carácter de conjunto que tiene esa musica guarda íntima relación con las otras manifestaciones de la cultura de los incas; con las artes plásticas, con el culto y la vida político social. La arquitectura, como ya hemos visto, es solitariu, aisladora del espacio infinito; las artes ornamentales, así mismo, conjuros; la religión trascendente, forma expresiva de la dualidad entre el hombre y el mundo; el ayllu es una entidad social ligada con el tótem o apu. La música, entonces, sigue esa modalidad espiritual del pueblo que la creó.
Además, ya se ha dicho, aquella expresión sentimental guarda un nexo íntimo con el paisaje, con la interpretación emotivo religiosa del campo. La tierra andina, hasta ahora, es el escenario de una vida que se hace con dolor, porque es esfuerzo, porque es impulso creador.
Cumbres ingentes y reacias a la vialidad, quebradas constreñidas, limitadas para el cultivo, agua, tierra, aire no dominados por la técnica más que por el brazo del hombre, no pudieron todavía formar pueblos plácidos, conclusos en su destino. Las épocas de conquista, en las que el mundo queda por dominar, crean religiones, morales, músicas compatibles con ese estado de alma.
La música de nuestros próceres antepasados no puede ser la explosión sentimental de la desesperanza, porque quedaba un porvenir cuantioso a la cultura por hacerse; de la impotencia, entre un pueblo dominador y expansivo; de la ilusión fallida, entre una juventud orgánica y psicológica rebosante; de la esclavitud, entre una cultura autóctona.
Pero tampoco se puede ver en ella la manifestación de la alegría, la vida hecha para siempre, sometida al placer del goce sensual, cuado ésta era un constante esfuerzo de vencer lo desconocido, de llegar al poder de la racionalidad que es al que domina el mundo, cuando la cultura andina tenía por delante el infinito, es decir, una multiplicidad de posibilidades que desenvolver.
La música incaica es la de la vida haciéndose, la de la turbación religiosa, que no es aceda amargura, cierto, pero tampoco es alegría; la del esfuerzo que tiende hacia el futuro. Es la música de la melancolía, del ensueño, de ese estado grave entre la realidad y la fantasía.
La huanca y el harawi grafican, como dice nuestro malogrado Albiña, la musicalidad del pueblo de Manco; son los himnos más exaltados en los que se acrecentó ese su espíritu tremante; son como la pleamar de su océano sentimental.
La huanca es el himno pastoril entonado al concluir la jornada de la siembra, en la hora grave de los atardeceres; cuando el sol se va poniendo y las sombras de la noche descienden desde los montes próximos. Pero ese himno no es simplemente el canto al trabajo, la satisfacción por la jornada hecha, la alegría por el descanso después de la brega; es una imprecación solemne a los númenes protectores de la fertilidad de tierra, un ansia de algo que falta al poder del hombre. El harawi es la música destinada a los ritos sagrados, a los oficios de difuntos, a las plegarias a las divinidades o a las trovas amorosas. Albiña, La música incaica. El harawi tiene, pues, origen religioso, como los demás géneros musicales. De ahí su expresión solemne (doliente voluntad) que hay que distinguir de la amargura de la impotencia. La sutil melancolía del harawi revela su origen sagrado. En la imprecación al dios, en el llanto funer amorosa, que es un lamento, la vida es tomada con dolor, henchido de voluntad, de un ansia de dominar lo desconocido, de sojuzgar el mundo inexplicable.
Esa expresión cósmica de la música incaica continuo siendo la levadura del espíritu de la sierra colonial; elemento psíquico que hasta hoy mantiene el nexo de todos nues tros pueblos serranos con el pasado, porque es el vivo y mágico lenguaje a cuyo conjuro vibra la tradición lejana y se reanima el sentimiento terruño, ése que en el alma primitiva llama Keyserling lo intransferible. Una huanca un harawi, enciende al momento la afectividad indígena y el amor del breñal nativo en quien tiene en su sangre y su espíritu ligámenes de comunidad histórica con el pasado través de los trescientos años de coloniaje, la música no perdió su valor histórico, es una fuerza viva de nacionalidad, más que el arte, más que la religión. Mediante ella el espíritu incaico se engarzó con el nuevo espiritu colonial, originado por el aluvión hispánico. Por la música mantiene la sierra la continuidad con el pretérito; lo que para los incas fué la expresión de eso que el autor o en