16 AMAUTA que lanzaba su barca contra la orilla, me ganó enteramen.
te. Ella sabía que no era malvado. Estaba segura que no la haría ningún mal. La fuerza de sus miradas se había medido con la fuerza de mis músculos y había salido victoriosa. Debía pensar en Sultana y nada más que en ella. Es poco pensar, sin amar y sin sufrir? Quizá para los otros, para aquellos que aman y sufren fácilmente. Para mi esto fué una cosa nueva. Ella me conmovió. Apenas la dejé, me asaltó el deseo de volverla a ver, deseo que arrojó todos los otros, me obsesionó, aniquiló mis hábitos. Ya no me despertaba cantando, pero si pensando en Sultana. Ya no veía ni los árboles ni los animales ni los horizontes: Sul.
tana los reemplazaba. Arriba o abajo del río, descendiendo la corriente o remontando la comarca, todo se me hizo igualmente indiferente. De todo lo grande y hermoso del mundo un solo punto me interesaba: el país de Sultana. Y, cosa que no había conocido jamás, mi memoria se turbó de golpe: comence a olvidar mis quehaceres, fuente de fastidios para mí y para los otros.
Spilca ya no era un hombre libre.
Durante algunas semanas esperé que los ojos azules y sinceros acabaran por dejarme tranquilo. No fué así. La cabecita rubia me perseguía con los detalles más menudos. Entonces me dije. Pues bien, Spilca, no se escapa a su destino. Todo hombre debe tropezar, un día, con el pedrusco que lo desviará de su camino. Vamos a encontrar ese pedrusco.
Veremos en seguida lo que él quiere hacer de tí.
Es así como hacia el fin de ese verano, el día feriado de Santa María, me puse mis vestidos de domingo y me fuí a rodar al pueblecillo de Sultana. Pueblo montañés, escondido en la hondonada que forman dos colinas y atravesado por un arroyo. No muy lejos de las florestas seculares de pinos. Las casitas todas blancas y con ventanas azul ultramar, estaban dispersas como margaritas.
Aunque limpias, rientes y frecuentemente rebocadas de cal, sus techos de tablas podridas y cubiertas de musgo traicionaban la indigencia del aldeano. Esto no me sorprendió. Vivíamos la época siniestra de la esclavitud y la miseria que marcó el final de la ocupación turca. Aunque se sabe que las regiones protegidas por las montañas eran las menos tocadas por la expoliación, solo escapaba al veilic, al foete y a los impuestos onerosos el hombre que podía escapar a sus semejantes, ganaba la montaña y vivía en compañía de los osos.
Llegué en el momento de la liturgia. Los habitantes estaban todos en la iglesia. Fuí alli y recé como buen cristiano que siempre lo he sido. Eso me hizo bien. El sacerdote y el diácono cada uno en su atril leían y salmodiaban con entusiasmo, con fé, en medio de un silencio absoluto.
No podía distinguir a los asistentes porque estaba detenido a la entrada de la iglesia repleta. En cambio, a la salida me puse en sitio cómodo para descubrir la imágen deseada. Sultana estaba acompañada de una viejecita que creí fuera su madre, muy modestamente vestida de un corpiño y una falda de tela blanca, envuelta en una catrintza de tejido negro y ligeramente bordada. Las saludé a su paso con un movimiento de cabeza, un poco turbado. Ella me respondió sin sorpresa, sin emoción, con honestidad y con una calma sincera.
La presencia de un extraño en un pueblo pequeño es siempre notable. Se nos había visto cambiar el saludo. Lo que fué bastante para suscitar los cuchicheos, las ojeadas, las chismografías, en el umbral mismo de la casa de Dios.
Esto hirió la pureza de mis intenciones y me obligó a tomar un partido. Decisión rápida: iría a pedir a Sultana en matrimonio. De todos modos, este accidente pende de la nariz de un jóven. Así sea!
Me puse a seguir a las dos mujeres. Salieron del pueblo, treparon una cuesta y entraron en una casa situada a em dia falda de la colina que volvía la espalda a la montaña. Durante este trayecto ninguna de ellas había mirado atrás. Esta honestidad me dió confianza. Subí y llamé a la puerta. Sultana abrió.
No se sorprendió de verme, cosa que me desconcertó, Como sobre la orilla del Bistritza dos meses antes, estaba erguida y me hizo casi la misma pregunta. Buenos días, Spilca. Qué viento te trae a nuestra casa? Si tus pensamientos son honestos, entra. Honestos, Sultana, lo juro ante Dios. Vengo a preguntar si quieres hacer de Spilca tu marido.
Entonces vi empurpurarse sus mejillas. Entra. No se pide en matrimonio a una muchacha en el umbral de la puerta.
Después gritando fuerte a la vieja. Tía, es un voinic trabajador en el Bistritza, Spilca, el plutache.
La tía me miró hebetada de arriba abajo y me invitó a sentarme. Es sorda mi tía, me dijo Sultana. y también ya se ha vuelto un poco infantil. No podrás fácilmente conversar con ella. La pobre mujer hace tiempo que es viuda. Hace como tres años que ha visto perecer a su hijo único en una pendencia. Cuestión de celos. Ese muchacho era toda su vida, el solo apoyo de sus días de vejez. Entonces vendió su casa y se ha venido a habitar con nosotros; tenía todavía, en aquel tiempo, a mi padre y a mi mádre. Los dos murieron al año siguiente. Desde entonces estamos solas. Vivimos bien que mal de nuestro trabajo.
Ves, tu, Spilca, que no es muy alegre nuestra casa. esto no es todo.
No pude contestar nada. Me había dicho cosas no muy alegres casi sonriendo. No tenía delante de mi una muchacha tímida y borrosa, parecida a todas, sino un alma enérgica, endurecida en la desgracia. tierna sin embargo.
La ojeada que había echado al entrar me había hecho ver un interior mantenido en orden. No ese interior aldeano que, cuando no es una caballeriza, es de una limpieza, de un orden severo que pone incomodo al visitante.
Las dos habitaciones que comunicaban con la grande tinda del centro donde la familia aldeana pasa toda su vida, tenía sus puerta abiertas. Dos lechos amplios y altos, cada uno con sus cobertores a rayas, en que el borangie amarillo se intercalaba entre los blancos, y su encaje ancho que casi tocaba el suelo. la cabecera de cada lecho, un senduk primitivamente pintado, oprimido bajo una montaña de cobertores, de sábanas, de almohadas. En todas partes, contra el muro donde se inclinaba el lecho cojines bordados, cor.
tinas de lana, pesados, recargados de dibujos multicoloresEn el suelo, igualmente alfombras, pero de una calidad inferior. Un gran espejo en cada cuarto, apoyado sobre mesas de madera blanca cubiertas de manteles tejidos de la misma manera que los cubre camas. Sillas de madera barnizada. Grabados representando diferentes escenas rústicas.
Iconos adornados de albahaca en los rincones salientes, cada uno con su lamparilla encendida. Los iconos, los cuadros, así como los espejos, estaban decorados con grandes cortinas de entredós en relieve, enriquecidos de encajes, imponentes por la complicación del trabajo y la abundancia de seda cruda. En las ventanas, cortinas de tela de lino, casi tan hermosas como las sobremesas. en cada una de estas dos habitaciones espaciosas un bastidor en actividad.
Había en el hogar de Sultana lo que se ve en toda casa aldeana de entre nosotros, en donde no ha entrado la miseria. Nada más. Pero cada objeto, cada disposición llevaba la impresión de una mano que les creaba un ambiente de dulzura, de intimidad, cosa que raramente se encuentra en nuestros hogares villanos, en donde la compostura de las habitaciones limpias hiela al huésped, en donde todo suscita mortificación y el temor de importunar.
Me sentía a gusto como otrora en casa de mis padres, desaparecidos cuando yo era todavía niño. dije inmediatamente a Sultana lo que pensaba. Sultana, aquí falta un brazo fuerte de voinic. Helo aquí y todo será alegre.
Me miró firmemente a los ojos con una mirada que me hizo temblar las entrañas, pero permanecí firme, porque mi pensamiento era sincero.